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Columna
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Monomanía

Los que recordamos el trabajoso inicio de nuestras instituciones democráticas solemos lamentar sus patinazos, por muy piadosos y bienintencionados que sean. Hete aquí que el pleno del Parlament de Catalunya se ha puesto trascendente y, a propósito de una frivolidad, con perdón, como la Feria del Libro de Francfort ¡de 2007!, aprueba una moción según la cual la lengua catalana es el "identificador único" -subrayo, único- de la literatura catalana. De un plumazo, los catalanes que escriben en castellano se transforman en marcianos.

Fue un patinazo muy meditado, no crean. Contó con la aprobación de todos los grupos salvo el Partido Popular, que lamentó que el aranés y el castellano quedaran fuera de la identidad catalana. Desconozco si, dado que la lengua deviene así identificador único de la escritura catalana, ello implica que valencianos, mallorquines, menorquines, ibicencos, aragoneses de la Franja, rosellonenses, provenzales, y hasta italianos aparezcan en Francfort como literatos catalanes tras complicadas negociaciones con gobiernos autónomos y extranjeros. ¿No se dice que en catalán se expresan 10 millones de personas y en Cataluña sólo viven 7 millones, de los cuales no se sabe bien cuántos tienen dificultades para hablarlo?

Imagino que quienes aprobaron este acuerdo son los mismos que no pusieron reparo en olvidarse de los cineastas catalanes y promocionar el cine norteamericano; eso sí, siempre que sea doblado al catalán, para lo cual se proveerán los medios adecuados: nuestros impuestos, claro. Imagino que los señores y señoras diputados están llenos de buena fe y de realismo: no hay catalán que hoy discuta que el catalán es un claro valor cultural. ¿Quién, con dos dedos de frente, va a estar a favor de la extinción de una lengua o en contra de aprender idiomas en un mundo globalizado?

Imagino también que el presupuesto para lo de Francfort es considerable porque estos beatísimos propósitos lo merecen. Ya no es tan seguro que ese presupuesto, visto lo que sucede con el cine y con la globalización, sirva para hacer traducciones a otros idiomas de la literatura en catalán. No sería raro, puestos a ser puros, que en Alemania, como -según me cuentan- en la Feria del Libro de Guadalajara, la Administración acudiera sólo con libros en catalán. De los libros catalanes escritos en el imperial castellano ya se ocupan las editoriales. Editoriales catalanas que, por cierto, existen todavía gracias a los Mendoza, Marsé, Cercas, Zafón, y otros fenómenos que logran, en castellano, que los de fuera se interesen por lo catalán.

Sus señorías no han dicho que esta capital de la edición que aún es Barcelona -perdiendo puntos- deba volcarse en producir libros sólo en catalán, pero el mensaje está muy claro: vía libre para instalarse, por ejemplo, en Madrid si persisten en el error de ignorar el "identificador único". Que aquí sólo se reconozca y se apoye a los buenos catalanes que escriben en catalán es un reto para los jóvenes escritores: han de aprender, sobre todo, a vivir de subvenciones públicas: su destino es la burocracia artística. ¡Bendito futuro!

Nuestro fantasioso y romántico Parlament es el mejor continuador de un pujolismo cuyo gran éxito consistió en dotar a Cataluña de una burocracia propia -¡en catalán!- entre la que se cuentan, naturalmente, los propios parlamentarios. La lengua única es su monomanía. A su lado, Jordi Pujol fue un moderado. Un identificador como el paisaje, o el mestizaje humano y cultural del que está hecho el pasado, el presente real y el futuro colectivo catalán, no importa mucho a sus señorías. Hacen un gran trabajo monotemático. ¡Son únicos! Otras urgencias enfrían ahora este derrapaje, incomprensible para los catalanes que un día estuvimos orgullosos de recuperar nuestro Parlament.

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