Sobre el nacionalismo hiperprotector
Toda ideología -también la nacionalista- contiene elementos que huyen de lo razonable y parecen necesitar periódicamente la práctica del don de la desmesura. En su afán por convertir su razón de ser en realidad universal desoyen la armonía de lo que fluye con naturalidad. Fabrican mundos idílicos tan supuestamente perfectos como ficticios. Esclavos de sus estereotipos, diseñan políticas notablemente alejadas de la sociedad real y de la realidad social, ambas imperfectas por naturaleza. Alejadas de ese ciudadano que soporta estoicamente, impasible, los experimentos de un puñado de convencidos "patriotas ilustrados".Y así, lentamente, imperceptiblemente, se sedimenta un descontento difuso del que nadie conoce el origen. Se carga el ambiente de algo espeso, fatigoso y difícilmente respirable. Parece como si alguien experimentara placer en el arte de facer entuertos; parece como si esos alguien quisieran afirmarse permanentemente, a lo Fichte, construyendo un concepto metafísico de lo catalán.
Que se le niegue a alguien el formar parte de la cultura catalana por no escribir en catalán deviene un acto de crueldad intelectual. Fácilmente se puede pasar del nacionalismo protector del catalán al nacionalismo prohibicionista
Así las cosas, ciertas propuestas votadas en el Parlament respecto a la presencia de la cultura catalana en la Feria del Libro de Frankfurt 2007 no llegarían ni a la categoría de anécdota si no contuvieran en su seno el germen de la polémica gratuita. Una disputa que separa artificialmente lo que la cotidianidad ha unido a fuerza de pragmatismo realista y sentido común. El pleno del Parlament aprobó recientemente que la representación oficial catalana en el certamen alemán esté formada casi exclusivamente por escritores en catalán, partiendo de la tesis de que esta lengua deviene el "identificador único" de la literatura catalana. Llegados a este extremo, a nuestro entender, el concepto único no aporta nada de estimulante ni de solidario. Rezuma soledad, exclusividad, separación. Remite también, con tristeza, al concepto de pensamiento único.
La eficacia del nacionalismo siempre ha residido en la bipolarización que ofrece seguridad en la medida en que integra y en la medida en que excluye. Fuerza la alteridad exigiendo que los otros tengan una identidad que no pueda compartirse, una identidad que ni puede ni debe ser compleja.
Que se le niegue a alguien el formar parte de la cultura catalana por no escribir en catalán deviene un acto de crueldad intelectual no exento de una cierta violencia. La lengua catalana precisa de medidas específicas de protección, proyección y estímulo. Pero cuando algunos propugnan que estas medidas -que forman parte del acervo común del catalanismo político y cultural- implican también la exclusión de la creación catalana que se expresa en lengua castellana se corre el peligro de pasar del nacionalismo hiperprotector al nacionalismo prohibicionista. Las industrias culturales del país y sus creadores han de contar necesariamente con el aliento de la Administración. Un aliento que ha de encauzarse a través de unos parámetros objetivos que impidan cualquier tipo de discriminación negativa. En Francfort debe estar representada la cultura catalana en toda su fuerza, potencia, vitalidad y pluralidad.
Pero el problema fundamental no radica sólo ahí, sino en el ADN del nacionalismo. El nacionalismo ejerce respecto a la cultura -y especialmente sobre la lengua- un efecto hiperprotector desmesurado. Sus actitudes nos recuerdan las de aquellos padres angustiados que proyectan sobre sus hijos su propia inseguridad, sus temores. La sobreprotección cercena el libre desarrollo del niño, no le habitúa a discernir ni a decidir. Consiguen con ello niños inseguros, dubitativos e incapaces de afrontar en solitario los contratiempos de la vida. Salvando las distancias, el nacionalismo hiperprotector puede generar en la sociedad catalana efectos similares. Ningún ciudadano nos pide hoy en día usar el bisturí para marcar los límites de lo subvencionable o de lo que es genuinamente catalán. El numerito en torno a Francfort es un despropósito, una barbaridad. La lógica de la economía del país real, de la cotidianidad social y cultural va por un lado. La voluntad de algunos nacionalistas -la de quienes se empeñan en concebir al castellano en Cataluña como un problema y no como una gran oportunidad- va, evidentemente, por otro. La reiteración de un determinado lenguaje y de ciertos juicios de valor acuñados por el nacionalismo pretenden convertir en realidad objetiva un deseo, sin duda legítimo, pero que no compartimos -también de forma legítima- una mayoría de catalanes y catalanas. Deberían saber que del abuso de actitudes hiperprotectoras no sólo salen niños inseguros sino, también, pueblos aislados y países sin cohesión social generadores de antipatías y rechazo.
Joan Ferran es diputado del PSC al Parlament y Daniel Fernández es diputado del PSC en el Congreso de los Diputados.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.