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Reportaje:MEMORIA DEL GULAG

Realidad y semántica

Precisiones lexicográficas: el término Gulag no es una palabra rusa, sino uno de los innúmeros acrónimos forjados para embotar el pensamiento y enmascarar la realidad en la época soviética. La sigla procede del sintagma Glávnoie Upravlenie Lagueréi o Administración Superior de los Campos. "Campos" designa a los "campos de concentración", pero el decir oficial no lo señala (aunque en el interior del discurso represivo aparezcan las terribles denominaciones: "de régimen estricto", "de tránsito", "de reeducación por el trabajo" y otras). Ése no decir revela desde el inicio la candidez letal de la mentira soviética: no aspira a ser creída. A su vez, el término lager es un calco del alemán introducido en ruso en la época de Pedro el Grande, pero hasta el régimen comunista no adopta el sentido actual, y se mantiene con el primer significado militar de "campamento". El vocablo con que en Rusia se designaba el exilio interior en Siberia era katorga. A veces tal pena corría a cargo del condenado que podía, como hizo Lenin, alquilar vivienda y pasar el tiempo según sus inclinaciones, en teoría bajo la (venal) vigilancia policial. O bien la katorga designaba la prisión con trabajos forzados, como la que nos describe Dostoievski por experiencia propia en los Apuntes de la casa muerta de 1860-1861.

Auschwitz sin chimeneas

Quienes por razones de edad conocieron ambos sistemas penitenciarios le aseguraban a Solzhenitsin que el de los zares podría compararse, al confrontarlo con el soviético, a una "casa de reposo". Quizá la expresión fuera exagerada y fruto de la desesperación; mas cuanto sabemos sobre la legislación, los trámites de enjuiciamiento, la administración penitenciaria y el número de presos de la época zarista, permite matizar hacia la exactitud -y no rechazar hacia el engaño- la idea de "casa de reposo": basta con evocar las imágenes de Norilsk, Magadán, Vorkuta o Kolymá -los "Auschwitz sin chimeneas" de Stalin-. Quizá convenga añadir en este contraluz de nombres y cosas que a España le corresponde el honor de haber inventado los "campos de reconcentramiento" en la guerra de Cuba. El siniestro general Weyler ideó el agrupamiento forzoso de 400.000 campesinos en letales unidades carcelarias como solución para cortar los suministros del guerrillero escondido en la manigua. La expresión (¿calco, azar?) hizo fortuna entre los americanos en la conquista de las Filipinas, y entre los ingleses en la guerra anglo-bóer de Suráfrica. Allí se establecieron los primeros concentration camps (40.000 víctimas) con nombre y función ya conocidos: como en Cuba, hacinamiento, desnutrición, enfermedad y muerte. Pero estos precedentes de fines del XIX surgieron en el contexto militar, como medida provisional dependiente de la fortuna de la guerra.

Condenados al exterminio

¿Es tal el caso en Rusia? Sí y no. No, en absoluto, si entendemos la guerra en un sentido tradicional, con ataques, victorias y derrotas de ejércitos enfrentados. Sí, y el sí es rotundo, en caso de que la guerra se conciba de otra manera: como la violencia diaria y sistemática del Poder dirigida contra el propio pueblo. Tal acontece cuando se blasona de la convicción de saber moldear a éste según pautas de producción, distribución y organización sin medida mejores a las conocidas hasta entonces. De ahí que, forzado a escoger, como emblema del siglo XX, entre la amenaza del holocausto atómico o la Shoah y el universo concentracionario (paradigma de la Ciudad Ideal), yo me inclinaría por el segundo. Éste no es un perfeccionamiento de algo ya conocido: la historia de las armas. Antes bien, nos encontramos con una ruptura en la concepción del propio hombre como material de experimentación a escala universal, y con la autopercepción y vindicación del Poder impostado en un platonismo supersticioso y homicida, el que pretende trabajar la sociedad como arcilla susceptible de cambiarse en ánfora o en estatuilla de Cronos devorando a sus hijos.

Mas el tiempo voló desde las salvas del acorazado Aurora en 1917. Aquel proyecto en su forma pura pareció aguarse pronto, quizá al poco de concluir la guerra civil rusa en 1921 y de la introducción por Lenin de la Nueva Política Económica, con su mínimo margen de iniciativa privada. ¿Significa esto acaso que el flamante universo de los campos se cerró por falta de inquilinos? Bien al contrario, las peripecias del régimen soviético, antes y después del periodo estalinista, no incidieron en la necesidad, real o supuesta, de batirse contra un enemigo interior de adjetivación cada vez más amplia y polimorfa. No obstante, apuntar a una necesidad "real o supuesta" equivale a manejar categorías de escaso valor aquí. Si, en las propias palabras del régimen, se pretende crear una entidad nueva, el Homo Sovieticus, ¿no es sospechoso en potencia cualquier ciudadano existente o por existir, por mor de la rémora de tropismos, apetencias, reflejos y aspiraciones que ese abolido pasado le transmite quizá en los mismos genes?

Esclavos imprescindibles

Paso ahora al ámbito de la vida cotidiana y a las poliédricas formas de traducir y de sentir en la propia carne todo lo anterior. Tenemos las clases sociales condenadas por las "leyes de la historia" (letal astrología de quienes no creen en la astrología), como la nobleza, el clero o el estamento burgués. Su exterminio a partir de 1918 y del establecimiento por Dzerzhinsky de la Cheka (Chrezvicháinaya Komissia o Comisión Extraordinaria para aniquilar la contrarrevolución) es sólo cuestión de tiempo o de huida, y entonces se forma el primer contingente de emigrados (unos dos millones y medio), entre los que se encuentran desde simples soldados del ejército blanco al contingente de intelectuales expulsados por Lenin. En el interior quedan las bývshiye liudi o "gentes que fueron" (espantoso neologismo acuñado entonces), más los trabajadores y campesinos. Sin embargo, como nadie es de fiar por lo apuntado arriba, habrá que meterlos en cintura a todos. Al principio se hará con la ejemplaridad del castigo ciego y arbitrario; pero muy pronto el Estado soviético sabrá acorazarse con un Código Penal que, según los requerimientos políticos o económicos, podrá tipificar casi cualquier forma de conducta como antisocial o contrarrevolucionaria (con el artículo 58 desde 1927). Y entonces se precisa todo un ejército de funcionarios, guardianes y verdugos que se hagan cargo de las denuncias, los arrestos, los juicios encargados a una troika policial, los informes del jefe de apartamento comunal o del barracón en donde se malvive, los informes sobre los informadores, los renuentes a trabajar por salarios míseros y, una vez atravesado el umbral, la construcción de los propios campos, la gestión de sus detenidos, la administración de su actividad económica... en fin y en una palabra, el imprescindible Gulag. Porque el lector ha de ponderar bien que un campo de concentración con sus torres plantadas sobre la nieve y su cerca de alambre espino construye sólo el aspecto más plástico y temible del sistema concentracionario, sobre todo a partir de la difusión y el éxito de las obras de Solzhenitsin, a comenzar por la primera de 1962. Para que Iván Denisovich estuviera preso y colocara sus ladrillos en la desolación siberiana o del Kazajistán, ¿cuántos hombres hubieron de afanarse en el tendido de vías férreas entre los campos, con su correspondiente planificación en la cadena jerárquica? ¿Cuántos en la construcción de las propias unidades y en decidir y aprobar su óptima ubicación? ¿Cuántos policías, informadores, soldados se ocuparon de su pobre persona? La diaria deformación del miedo, la progresiva desaparición de cualquier sentimiento de confianza o solidaridad, el arraigamiento del hábito de mentir, simular y disimilar, la puerilización de la conciencia a la espera del oráculo emitido por el Hermano Mayor, se convirtieron en rasgos conductuales de generaciones y generaciones de rusos, que incluso hoy transparentan ese legado al ojo y al oído avezados en la observación. ¿Por qué? Porque se trata de una historia aún reprimida, hurtada al expreso juicio colectivo y a la reflexión ética de toda la comunidad.

De Stalin a Putin

La pregunta sobre cuántos detenidos acogieron los campos en sus diferentes épocas sigue sin contestarse, a pesar de la tímida apertura de los archivos del KGB en 1992 por tiempo muy limitado y para escogidos especialistas. En la Rusia de hoy se buscará en vano una publicación sobre este tema tratado con el rigor de las ciencias sociales e indiferente a la versión oficial de los hechos. Ahora versaré sobre ella y su durable futuro, porque es harto improbable que algún historiador, sociólogo o demógrafo arriesgue su carrera proponiendo a la Academia de Ciencias Rusa una investigación en profundidad sobre el fenómeno. Ésta, entre otras cosas, comportaría una encuesta exhaustiva entre gran parte de la población adulta, con lo que se evidenciarían incómodas continuidades y sorprendentes parecidos. Me figuro que el proyecto sería arrinconado con el típico komú eto nuzhno?, o sea, ¿quién necesita esto? ¡Cómo que quién! Lo necesita toda la sociedad, para curarse y convertirse en una comunidad de ciudadanos libres que dejen de pensar una cosa, decir otra, hacer una tercera, y sostener después que se ha hecho una cuarta. ¿Cómo, si no es a través del conocimiento, proceder a la regeneración moral de todo un pueblo de inconsciente avergonzado, con sórdidos recuerdos familiares y un talante ciudadano atrofiado entre la apatía y el cinismo? Cierto, la Rusia actual está sometida a tensiones tan graves que, aun con todos los datos, semejante tarea resultaría imposible. Para reflexionar y convenir en un veredicto histórico se necesita gozar de cierto sosiego, y también de esa serenidad que, por falaz carambola, procede de otra convicción: la de que el mal se está reparando, como muestra el ejemplo alemán de la Wiedergutmachung o resarcimiento económico ofrecido al Estado de Israel. Mas en Rusia la difundida edición de bolsillo de Un día de la vida de Iván Denisovich o, más cara, del Archipiélago Gulag significan bien poco cuando el discurso oficial no hace sino traducir a la actual corrección política de los "patriotas" lo que Pravda y Literatúrnaya Gazieta publicaron en 1974 al ver la luz el primer tomo del descomunal y clandestino trabajo de Solzhenitsin. Pravda, 14 de enero: "Hechos irreales producto de una imaginación enferma o de una cínica falsificación histórica". Literatúrnaya Gazieta, 16 de enero: "El libro no contiene ninguna novedad". La impunidad permite cinismos encontrados, de manera que esa realidad por todos conocida se convierte en el invento de un pobre orate. Si los hechos son públicos y, tras las denuncias del "culto de la personalidad", se ha aminorado la estatura de Stalin, ¿por qué entonces encarcelar y expulsar del país a un aburrido reiterador? Ah -se respondía entonces-, porque insistir en los errores (oshibki) de Stalin equivale a minar la moral del pueblo en la construcción del socialismo. Muy cierto, sobre todo si ese pueblo llega a saber lo que descubre Ralf Stettner en su decisiva obra sobre el tema: Archipel Gulag, Stalins Zwangslager (1996). Ya en 1934 resultaba económicamente imposible prescindir del trabajo esclavo de los millones de presos: en la construcción de carreteras, canales y vías férreas, exportación de madera, extracción de oro y otros metales preciosos, o el montaje de nuevos complejos industriales. Además, devolver a la libertad a todos los internos habría comportado graves desajustes en el mercado de trabajo y habría elevado la inflación (página 359). La corrección política no permite llegar, tampoco hoy, a la conciencia moral por el insospechado camino de la economía y el papel de la esclavitud en la progresista Rusia del siglo XX. O sea, allí precisamente donde se refugia el matizado apologista de Stalin y sus "errores": a pesar de todo, el seminarista georgiano industrializó al país. Muy cierto, tanto que ciudades fabriles enteras como el gigante del níquel en Norilsk (propiedad hoy del oligarca Potanin) no existirían, porque levantar explotaciones de ese tipo a orillas del Ártico, y comunicarlas con la tierra habitable habría resultado imposible en un régimen de trabajo libre. Para eso, como para explotar las minas de Magadán o Varkuta, era imprescindible la coacción. Acentúo este aspecto porque la literatura rusa sobre el Gulag -Solzhenitsin, Shalámov, Ghinzburg, Kovaliov...- quizá no podía sopesar ese aspecto de la gran empresa estalinista. Otra vez: si los hechos son tan conocidos, ¿por qué no se difunden y discuten obras como la de Stettner, citado arriba, o la de Conquest sobre la provocada hambruna ucraniana, o la de Nicolas Werth, con los últimos cálculos sobre los contingentes del Gulag? Ah, porque es preciso respetar el pasado y aún tenemos otra Rusia por construir. Éste suele ser el segundo argumento del discurso oficial. El ruso medio sigue por tanto en el claroscuro de su crónica familiar, que reconoce como una entre millones, pero se verá incapaz de encajarla en la descomunal magnitud del crimen. Habría que unir lo cuestionado -el Gulag- con lo incuestionable -la industrialización-.

Y, por fin, llegamos a la Gran Guerra Patria, clave de bóveda para zanjar cualquier cuestión deletérea. Este año el 60º aniversario de la Victoria ha evidenciado una tácita revalorización de Stalin en el derroche de festejos deseados por Putin y sus provocadoras nostalgias. Pues bien, sólo una aproximación a la Segunda Guerra Mundial y su desarrollo en Rusia requeriría más de una biblioteca para desmontar tantas falsificaciones y embustes aceptados, a comenzar por la primera acogida a los alemanes, el movimiento vlasovista, o el genio militar de Stalin. Pero una observación es imprescindible: los antropológos señalan una notable diferencia entre Rusia y los países occidentales en su valoración de la guerra y su conmemoración insistente. En Occidente son escasas y poco ruidosas las asociaciones de veteranos, no se cantan las canciones del frente, y no se lleva a los niños a contemplar los tanques y el armamento de los "Parques de la Victoria" repartidos por el país. ¿Por qué en Rusia la conducta imperante difiere tanto de la occidental? Una respuesta persuasiva que insinúan ciertos estudios de la Academia de las Ciencias apunta a que, en las condiciones del estalinismo, el soldado ruso percibe la guerra como una liberación del asfixiante mundo de las denuncias, los arrestos, las sanciones, el encorsetamiento ideológico, el miedo sordo y la adhesión impuesta. Ahora, en palabras desusadas, se le ofrece la oportunidad de batirse en el campo del honor en defensa de la madre Rusia. ¡Por Rusia y por Stalin! En el grito de guerra se mantiene a no dudar lo primero, aunque está lo segundo. Por esto entramos en un terreno tan resbaladizo. Pero, se observará aquí, ¿a qué traer la guerra a colación si hablamos del Gulag? La cortina se descorre al punto. En la propaganda de seis decenios, la imagen de Stalin codeándose con Roosevelt y Churchill para repartirse los despojos de la Alemania derrotada y de media Europa, ha impregnado el imaginario ruso con tal fuerza y ubicuidad que semejante retrato colorea todas las obras del estalinismo con el dulce tamiz del éxito. Y el éxito, en quien propende a complejos de inferioridad y a ensoñaciones mesiánicas, no señala la aleatoriedad de lo humano, sino que apunta a lo sagrado y trascendente. ¿Cómo, sin una reescritura radical del mito de la guerra y del significado real de la Victoria, hallar los presupuestos para un debate sobre los "errores" de aquel hombre provindencial? Todo lo demás parece menguar alrededor, y el ruso medio regresa otra vez a la crónica familiar (o de sus vecinos, o conocidos, o compañeros de trabajo) que habla de persecución y miseria, pero que nunca se cristaliza en un consenso cívico para repensar la propia historia en la verdad y sólo en ella.

La ley del silencio

¿Cuántos ucranios murieron en la hambruna provocada por Stalin en 1934? ¿Cuántas víctimas de su vesania se disimularon en el falsificado censo de 1937? ¿Cuántos millones de hombres y mujeres pasaron por los diferentes campos y cuántos murieron allí? Ahí están los libros con las cifras, con muchas cifras y desgloses. Pero será raro encontrar dos que coincidan; y eso nada tiene de extraño mientras la voluntad de abrir los archivos y confrontar las fuentes no exista ni se insinúe en el futuro. Pero, a la postre, eso poco importa. ¿Qué sea gana con restar o añadir uno o dos millones a los diez que se manejan para los campos o a los seis que se calcula para la martirizada Ucrania? Se trata de un debate ocioso, como cuando se pretende manipular las cifras de la Shoah. ¿Acaso un "contrarrevolucionario" o un judío de más o de menos altera la entraña cualitativa del fenómeno? Sin llegar al delirio negacionista, también el Poder ruso sabe aprovecharse del bizantinismo de la cuantificación: ¡no se ponen de acuerdo! Sigamos, pues, con los "errores" y, para contentar a todos, admitamos que entre ellos estuvieron las repressii. Pero esa palabra, de gran difusión en Rusia, se vacía de significado porque pretende cubrirlo todo, desde los primeros ensayos asesinos de Lenin hasta su culminación en... ¿en dónde? Aquí el ruso decide que todo son vergonzosas historias de familia en las que no debe pensar.

En 1975 el escritor Georghi Vladímov publicó en el exilio la conmovedora novela Fiel Ruslán. Ruslán es un perro que vaga por la helada llanura de Siberia porque, en la época de Jruschov, se ha desmantelado el campo de concentración que él guardaba con sus congéneres. Ruslán rememora escenas. Quizá lo ha adivinado: aquellos hombres a los que ladra cada día están dispuestos a cambiar de lugar y ocupar el de sus uniformados guardianes para que siga girando la rueda trituradora. ¿Podría su mente de perro idear las pautas de la degradación humana? Él nada sabe del Gulag, pero obedece órdenes. En eso quizá no se diferencia nada de sus amos, condenados a vigilar la condena de los otros. En todo late un misterio que las cifras y el saber-no saber de los rusos no consigue penetrar y que el inexistente consenso enturbia y envenena. Tal vez se trate del misterio de la inaprehensible maldad humana.

Antonio Pérez Ramos ha estudiado filología eslava en Cambridge y Moscú. Es doctor por la Universidad de Cambridge y enseña en la de Murcia.

Prisioneros picando piedra durante la construcción del canal mar Blanco-mar Báltico entre 1931 y 1933.
Prisioneros picando piedra durante la construcción del canal mar Blanco-mar Báltico entre 1931 y 1933.DEL LIBRO 'GULAG' (GALAXIA GUTENBERG-CÍRCULO DE LECTORES)

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