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Proceso general contra Europa

José María Ridao

La ola de catastrofismo desatada tras el resultado de los referendos sobre el Tratado constitucional europeo celebrados en Francia y Países Bajos deja flotando una duda. ¿No será que detrás de tanto pronóstico escalofriante, de tanto vaticinio aciago, se esconde un subrepticio mensaje acerca de la impotencia de la política para dirigir la construcción de una Europa unida? Tras el rotundo pronunciamiento de franceses y holandeses se han escuchado frases que, aplicadas a un ámbito nacional, habrían resultado inaceptables, dado el desprecio con el que despachan una voluntad mayoritaria manifestada mediante el voto. No pocos líderes políticos, y una abrumadora cantidad de observadores y expertos, se han expresado con la contenida irritación de los adultos que ven interrumpidas sus trascendentales obligaciones por el capricho de un niño, en este caso una ciudadanía que se ha pronunciado en las urnas. Se diga lo que se diga, y se disfrace con los argumentos que se disfrace, esa contenida irritación sólo puede surgir de una idea propia de quienes creían haber encontrado en la Unión el espacio político donde dar curso a un íntimo deseo de actuar como comité de sabios, como selecta y especializada nomenklatura, amparándose en la excusa de que Europa es una criatura tan delicada y tan compleja que se rompe al más mínimo contacto con los europeos.

Como partidarios del al Tratado, lamentamos el resultado de los referendos francés y holandés. Pero este compromiso con el no nos autoriza a manifestarnos como si Europa fuéramos nosotros, y menos aún a rehabilitar, bajo nuevos ropajes, razonamientos propios de quienes antaño defendían las más extravagantes restricciones al sufragio universal, matizándolo con exigencias como la de que los votantes fuesen propietarios o estuvieran alfabetizados. No debemos olvidar bajo ninguna circunstancia que la Europa que queremos construir es una Europa en la que todos y cada uno de sus ciudadanos puedan decir y puedan decir no, ya sea a este Tratado o a cualquier otra iniciativa, sin que por ello quede en entredicho el proyecto ni se ponga en cuarentena a quienes se inclinen por una u otra opción. Lo contrario traicionaría los principios que deseamos convertir en fundamento de la Europa unida, y eso sería sin duda lo más grave. Pero, junto a lo más grave, sería además lo más inoperante, porque provocaría una confusión política que nos incapacitaría para comprender que dos resultados adversos en un procedimiento de ratificación que implica a veinticinco países no tienen por qué significar ni el precipitado fin de ese procedimiento, ni menos aún el fin de Europa.

Nos hemos quejado, y con razón, de que algunos Gobiernos de la Unión hayan adoptado la estrategia miope de responsabilizar a las instancias comunitarias de fracasos derivados de su mala gestión. No por volverla del revés esa estrategia deja de ser miope y, por lo tanto, carece de sentido que se diga en estos momentos que franceses y holandeses han votado contra sus Gobiernos y no contra el Tratado. Lo que importa para quienes defendemos el es analizar nuestros errores ahora que aún estamos a tiempo de extraer consecuencias políticas y evitar que nuestra ceguera o nuestra obcecación, más que los hechos en sí mismos, acaben resultando irreversibles para el propósito de construir una Europa unida. La situación es difícil, muy difícil, tal vez una de la más difíciles que ha atravesado el proyecto. Pero estaba o debería haber estado en el guión. ¿O es que cuando se decidió consultar a los ciudadanos, cuando se decidió desmentir que la Unión padeciera algo parecido a un déficit democrático, se hacía con el secreto propósito de convocar referendos a la búlgara?

Las diversas campañas en favor del sí, que todos los partidarios del Tratado deberíamos asumir como propias, han adolecido de errores que explican sus repetidos fracasos. La mayor parte de ellas han menospreciado a los ciudadanos por la vía de suponer que la publicidad, con sus musiquillas, sus arcangélicas imágenes y sus eslóganes no exentos de cierto aire kitsch, supliría con ventaja lo que un Tratado como éste requería, una explicación política convencida y solvente. Frente a la banalidad de los mensajes con los que se invitaba a votar sí, los partidarios del no han desplegado argumentos dirigidos a ciudadanos plenamente conscientes de que, desde hace años ya, el futuro se dibuja cada vez más incierto. De esta forma, lo que en principio parecía un obstáculo para quienes se oponían al Tratado -su relativa escasez de recursos publicitarios- ha terminado por convertirse en su arma más eficaz, al punto de que su éxito en Francia y Países Bajos ha sido, además de una victoria del no sobre el sí, el triunfo de los argumentos políticos sobre la insensata preponderancia de la publicidad en un espacio por el que deambula como por territorio conquistado. Por descontado, una cuestión distinta es la naturaleza, demagógica o no, populista o no, oportunista o no, de los argumentos esgrimidos por quienes se han manifestado en contra del Tratado.

El campo del ha inventado un votante teórico del no contra el que ha dirigido obsesivamente sus argumentos, y éste ha sido el segundo error. Sucede, sin embargo, que ese votante teórico no ha existido jamás, como muestra la heterogénea amalgama de partidos que se han inclinado por el rechazo, cada cual por sus propias razones. La campaña a favor del ha sido incapaz de desagregarlas y de oponerles mensajes específicos. De esta manera, pocos o muy pocos ciudadanos que se han inclinado por el no durante las semanas previas a los referendos francés y holandés se han sentido interpelados por las razones del sí, que bien podían parecer ágiles y contundentes lances de esgrima, pero dirigidos contra un adversario fantasmal. La conclusión que se ha extraído entonces desde el campo del sí, la conclusión de que el no carece de mensaje en razón de la variedad e, incluso, la incompatibilidad de las fuerzas políticas y sociales que lo han patrocinado, no deja de ser, o bien una deliberada voluntad de no enterarse, o bien una inaceptable invitación a la defección política. Nos guste o no, nos convenga o no, el mensaje ha sido tan claro, tan meridianamente claro, como que la mayoría de los franceses y de los holandeses rechazan que Europa se rija por este Tratado, sobre elque aún tienen que pronunciarse los miembros restantes. La defección política radicaría, por su parte, en el razonamiento tantas veces repetido de uno a otro extremo del espectro político de que si esto es así, si los ciudadanos rechazan un texto llamado a influir poderosamente en sus vidas, entonces los representantes políticos ya no nos representan.

Desde el principio de la campaña, el campo del optó por un exceso de dramatismo para el caso de una victoria del no en el referéndum francés que ahora, cuando esa victoria es ya un hecho, al que, además, ha venido a sumarse el desenlace holandés, resulta difícil desandar el camino. Sin embargo, es imprescindible hacerlo, porque ése fue el tercer error y quizá el que puede acarrear peores y más duraderas consecuencias. Por más que el resultado de los referendos haya defraudado a no pocos líderes políticos y a una abrumadora cantidad de observadores y expertos, su tarea más urgente no consiste en seguir formulando pronósticos escalofriantes y vaticinios aciagos, sino en idear vías que permitan reconstruir un consenso sobre el proyecto europeo, tanto entre los Estados miembros como, sobre todo, dentro de los propios Estados. Es hora de que la política, la misma política que concibió la Europa unida, la misma que ha alcanzado a conducirla hasta aquí, se vuelva a poner al frente de la construcción europea. No para burlar la voluntad de los ciudadanos como se ha hecho otras veces, sino para garantizar que será estricta y escrupulosamente respetada; no para obtener ventajas inmediatas sobre la base de la debilidad ajena, sino para evitar que las emociones se desborden y se instale entre los europeos una sensación tan falsa como cargada de peligros: la sensación de que el resultado de los referendos en Francia y en los Países Bajos ha abierto un proceso general contra Europa en el que nada ni nadie quedará a salvo.

José María Ridao es embajador de España en la Unesco.

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