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REFERÉNDUM EUROPEO | La opinión de los expertos
Columna
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La avería francesa

Josep Ramoneda

1. La participación política incomoda a los gobernantes porque complica su tarea. Francia tiene posiblemente la ciudadanía más politizada de Europa. No es de extrañar que de ella venga el primer gran sobresalto, cuando se ha decidido transferir a la ciudadanía las decisiones de un proceso, el de construcción europea, que se ha desarrollado casi siempre desde arriba. En este sentido, el resultado del referéndum puede ser negativo para los intereses de Europa y de la propia Francia, pero es positivo para la democracia. Que el no haya ganado una batalla desigual contra los principales partidos y la mayoría del aparato mediático que apoyaba el es un motivo de confianza en un sistema que es capaz de tomar en consideración la palabra de millones de ciudadanos que discrepan de los planteamientos de las élites político-mediáticas. Que los franceses se hayan movilizado masivamente después de un intenso debate, que ha llegado a las mesas camillas de las hogares franceses, es un signo indudable de vitalidad democrática. Sólo los partidarios de una democracia de baja intensidad, que reduzca el papel de los ciudadanos a votar cada cuatro años, pueden sentirse descontentos por la movida francesa. Por eso ahora es muy importante la capacidad de respuesta de los dirigentes políticos, tanto franceses como europeos. Porque si no se recogen de algún modo las señales emitidas por los ciudadanos, la frustración no tardará en reaparecer. Y son estas frustraciones las que aumentan la distancia entre gobernantes y gobernados y ocasionan la pérdida de calidad de la democracia. Una democracia realmente participativa tiene estos problemas: los dirigentes no pueden decidir a su antojo. Y, a veces, los pueblos tienen razones que la razón práctica no entiende. En democracia hay que saber escuchar y hay que saber convencer, y esto es lo que hace tiempo que no saben hacer los dirigentes políticos franceses. La Unión Europea ha entrado en la vía de la prueba democrática. No les será fácil asumir esta situación a quienes estaban acostumbrados a organizar y pactar todos los procesos desde arriba. Pero no les queda otro remedio si no quieren que Europa encalle definitivamente. Sin duda, aparecerá ahora la tentación de volver a cerrar los procedimientos, de volver a dejar al margen a la ciudadanía. Sería un error. Porque Europa tendrá el consenso masivo de sus ciudadanos o no será.

La sensación de que hace tiempo que Francia no sabe a dónde va es cada día más patente

2. Y, sin embargo, el referéndum francés tiene algo de salto en el vacío. Los representantes del tenían un punto de acuerdo: la Constitución europea. Los representantes del no carecen de denominador común, representan incluso ideologías opuestas e incompatibles. Y carecen, por tanto, de proyecto de futuro. Otra Europa es posible. ¿Cuál? ¿La de Le Pen y los suyos con la bandera de la independencia nacional y el rechazo a Turquía y a los inmigrantes? ¿La de uno de los últimos partidos comunistas de Europa? ¿La del soberanismo de izquierdas del impenitente estatalista Jean-Pierre Chevènement? ¿La de los movimientos sociales antiglobalizadores? ¿La del trotskismo irredento? ¿O la del ex liberal Laurent Fabius convertido al no a la búsqueda de una última oportunidad para acceder a la presidencia de la República? El voto del no es una sacudida, pero no contiene una propuesta. Y la prueba de ello es que el denominador común de todas estas facciones era un eslogan que parece venido de fuera de la realidad: contra la Europa liberal. Un eslogan que confirma que el liberalismo de izquierdas ha sido el gran perdedor de estas elecciones. Dominique Strauss-Kahn lo dijo la noche electoral: "Es una grave derrota, que confirma una crisis identitaria de Francia, y nosotros, los socialistas, no hemos sido capaces de plantear una alternativa".

3. El malestar francés ha emergido en forma de no. Hace tiempo que se viene expresando con inesperados golpes electorales. Los franceses han adquirido la costumbre en cada elección de echar al que gobierna. Y las fuerzas que ahora han votado no fueron en gran parte responsables de que Lionel Jospin no pudiera disputar la presidencia de la República a Chirac. Si ahora hemos asistido a la traición de Laurent Fabius, que insólitamente no ha respetado la decisión tomada por su partido en referéndum, entonces fue la defección de Chevènement. La sensación de que hace tiempo que Francia no sabe a dónde va es cada día más patente. Y la necesidad de una renovación de instituciones y de personas es manifiesta. Pero el problema es profundo y no parece que las soluciones vengan del no. El sector que dirige políticamente Francia puede estar obsoleto, empezando por el presidente de la República, superviviente de mil batallas, desde 1968, en que tuvo ya un papel importante en la firma de los acuerdos de Grenelle, que pusieron fin a las movilizaciones de mayo. Es incomprensible que Chirac no dimita -como hizo De Gaulle- después de recibir una descalificación tan dura. Sería el mejor camino para encauzar la crisis. Pero viendo los tenores del no, no parece que allí esté la renovación: ¿la familia Le Pen? ¿Los veteranos soberanistas Henri Emmanuelli o Jean-Pierre Chevènement? ¿O el ex primer ministro Laurent Fabius? Todos ellos pertenecen a la misma élite dirigente, los mismos métodos, los mismos tópicos que gobiernan Francia desde hace 30 años. ¿Dónde está entonces la renovación? ¿En los trotskistas que de jóvenes sólo tienen la edad de algunos de sus dirigentes? ¿En el coraje de la líder comunista? ¿En los intelectuales de Attac? Francia está averiada, pero no hay recambios a la vista.

4. Esta panorámica lo que revela es que la crisis de Francia es profunda: crisis cultural, crisis social, crisis política. La crisis cultural del Estado-nación por excelencia, que siente como una pérdida insoportable todo lo que sean procesos de transferencia de soberanía. Entre la huida hacia la globalización y la regresión nacionalista, para seguir el dilema que planteaba Olivier Roy, Francia tiene siempre la tentación de encerrarse en casa. Pero la crisis cultural también es la del provincianismo de lo universal, para decirlo al modo de Kundera. Francia, tan convencida siempre de la universalidad de sus valores, es incapaz de situarlos en un contexto que vaya más allá de las fronteras mentales del hexágono y, por tanto, de compartirlos, de reconocer que no son exclusivos. Crisis social, de unas clases populares desvertebradas, sobre las que pesa un paro creciente en una economía rígida, que soportan mal la presión de la inmigración y a las que es muy difícil aceptar, por la autoafirmación de la ideología francesa, que los ciudadanos del resto del mundo son sus iguales. Pero también crisis de un sistema que no ha sabido encontrar el equilibrio entre el peso del Estado y la dinámica modernizadora: la lucha entre lo burocrático y la creación de valor añadido lastra la potencia de Francia, que es tanta que, pese a todo, ha ido superando las distintas crisis con mejores resultados que otros aparentemente más maleables. La crisis política de un régimen hecho a medida del general De Gaulle que sigue vigente cuando la posguerra y la guerra de Argelia que lo justificaron son arqueología. Un sistema que tiende a la perpetuación de los dirigentes y que dificulta enormemente la renovación.

En esta situación de desconcierto es preocupante ver la capacidad de contagio de la agenda que tiene la extrema derecha. La noche electoral algunos de los partidarios del hablaban de la preferencia europea, incorporando de este modo a escala continental el concepto de preferencia francesa que tanto gusta a Le Pen. Sin duda, de la preferencia francesa a la europea hay un salto nada desdeñable. Pero Francia, tantas veces capaz de generar ideas y propuestas de futuro, no encuentra el modo de conjugar un cosmopolitismo europeísta como vía de salida entre lo global y lo nacional. Sin embargo, lo que sí conserva Francia es la capacidad de incidir en el mundo por encima incluso de su fuerza real. Por ejemplo, ahora, transfiere a Europa, a toda Europa, su crisis nacional. Y, a poco que nos descuidemos, nos hará sentir a los demás europeos culpables de ella.

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