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Columna
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Justiprecio

Enrique Gil Calvo

La tragicomedia del diálogo con ETA amenaza con ser el cuento de nunca acabar. Por si fueran pocas las incontables agendas que tiene abiertas el presidente Zapatero para demostrar su valor para gobernar, ahora ha rizado el rizo abriendo la madre de todas las agendas, que es la pacificación del contencioso vasco. ¿Quién le habrá mandado embarcarse en semejante encerrona? Si pretende convertirse en el Tony Blair español, como le susurran las sirenas austrohúngaras, debe recordar que el acuerdo de Viernes Santo ha encallado en un estéril bloqueo institucional, empantanado como está en la impune persistencia de un terrorismo mafioso de baja intensidad. Y la prueba de que la paz de Belfast se ha saldado con un fracaso es que los dos partidos moderados que la firmaron se han hundido electoralmente, en beneficio de los dos extremismos opuestos. Traducida esa experiencia del Ulster a Euskadi, eso quiere decir que el diálogo con ETA sólo beneficiará a Batasuna y al PP, en perjuicio del PNV y del PSE.

Entonces, ¿por qué se ha arrojado al vacío Zapatero de este modo? Probablemente, para apuntarse el tanto mediático de la iniciativa pacificadora. En las democracias de audiencia se gobierna y se hace oposición robando la iniciativa política a golpe de primera plana. Y eso fue lo que sucedió en el debate sobre el estado de la nación, cuando Zapatero se defendió del ataque de Rajoy improvisando una propuesta de paz. Con semejante golpe escénico de efecto logró desde luego robar el protagonismo del debate, imponiendo su iniciativa sobre la agenda política. Pero esto defraudó las expectativas de ETA, que esperaba ser ella quien tomase por sorpresa la primera iniciativa pacificadora imponiendo así su propia agenda. De ahí que, ante la oferta de paz formulada por el Parlamento español, de momento ETA se haya hecho la sorda, dejando que corra el tiempo hasta que pueda ofrecer, cuando ya nadie se la espere, su propia iniciativa de paz.

Pero una vez rota la agenda antiterrorista anterior, que excluía de raíz cualquier negociación, nadie duda ya de que antes o después el Gobierno dialogará con los terroristas para discutir el precio que ambas partes han de pagar para celebrar la escenificación de la paz. Pues aunque la hipocresía política lo disimule, tampoco duda nadie de que habrá un precio mutuo a pagar. El problema es marcar el límite de aquel justiprecio más allá del cual ya no hay trato justo sino indigna compraventa de la justicia. Y ese límite infranqueable es el de la impunidad, pues las violaciones de los derechos humanos no pueden quedar impunes. De ahí que el único precio que puede pagar el Gobierno es otorgar indultos legales, una vez resueltos todos los procedimientos previstos en la Ley de Enjuiciamiento Criminal. El Estado de derecho es una máquina que no puede detener su marcha ni siquiera cuando los terroristas anuncien una tregua definitiva. Y para que puedan obtener medidas personales de gracia, antes deberán entregarse a la justicia asumiendo su condena penal. Sólo entonces, tras haber reconocido en sede judicial sus crímenes, podrán ser merecedores, no de una imposible amnistía, pero sí de un indulto generoso.

Pero el justiprecio rige para ambas partes, pues también los terroristas habrán de pagar algo para poder cubrir su retirada de la lucha armada con un manto de dignidad. Saben que si prosiguen su huida hacia delante en su carrera criminal ya no llegarán a ninguna parte. Pero si pagasen cierto precio, podrían recuperar su dignidad política obteniendo una salida honorable. ¿Qué precio deberían pagar para adquirir legitimidad? Sólo hay uno que debería exigírseles en justicia: el reconocimiento público de que han violado los derechos humanos de sus víctimas. De ahí que deberían ser éstas las más interesadas en que fructifique la negociación con los terroristas, pues sólo así alcanzarán reparación moral, ya que los crímenes seguirán irredentos mientras sus autores no asuman en público su responsabilidad. Indulto a cambio de reparación a las víctimas: he aquí el justiprecio a pagar.

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