El reto de una muerte digna
Miles de enfermos mueren con dolor. La mitad de quienes fallecen en el hospital lo hacen en urgencias o en intensivos. Sólo el 30% de los pacientes de cáncer recibe cuidados paliativos
Mientras el lector se adentra en esta investigación, 120.000 personas están encarando en España una muerte inminente. Son enfermos terminales para los que ya no existe posibilidad de curación. Todos ellos han de pasar todavía el tránsito más difícil, el que va de la vida a la muerte. ¿Cómo está muriendo toda esta gente? ¿Garantiza el sistema sanitario español una muerte digna y sin sufrimiento a todos los pacientes? ¿Es posible acortar la vida cuando la agonía que se vislumbra es especialmente penosa? ¿Existe una demanda oculta de eutanasia? ¿Se practica la ayuda al suicidio de forma clandestina en España?
Hablar de la muerte exige vencer importantes resistencias. La muerte, y no el sexo, es ahora el gran tabú. Pero después de consultar con numerosas fuentes relacionadas con el proceso de morir, hay algo en lo que todas coinciden: es posible morir bien y sin sufrimiento, pero en España se sigue muriendo mal. En algunos casos, muy mal. Aunque en los últimos años se ha avanzado en el manejo de los fármacos opiáceos y los médicos de cabecera los pueden recetar ahora sin trabas, el sistema sanitario está lejos de garantizar una muerte sin dolor a todos sus pacientes.
Morir con dignidad y sin sufrimiento es hoy algo así como una lotería: "Depende de dónde vivas y de qué mueras", resume Màrius Morlans, director asistencial del hospital general de Vall d'Hebrón de Barcelona y autor de numerosas publicaciones sobre la atención al enfermo moribundo. Sólo un tercio de las muertes se producen como muchos querrían, de repente y sin sufrir. El resto precisa de cuidados médicos. "En la sociedad de la abundancia, parece que podemos elegirlo todo, menos la forma y el momento de morir", añade Morlans.
Existen medios para evitar el sufrimiento y una especialidad que se ocupa de ellos, los cuidados paliativos. Pero estos servicios apenas cubren una pequeña parte de los enfermos que los precisan. De modo que allí donde no los hay, morir bien depende del buen hacer y la sensibilidad del médico y ahora, además, de su valentía porque el escándalo del hospital Severo Ochoa de Madrid está teniendo un efecto devastador. La polémica destitución del jefe de urgencias por unas denuncias anónimas sobre sedaciones inapropiadas ha provocado un retraimiento en el uso de la técnicas paliativas. Se habla ya del efecto Leganés. "Llevábamos un retraso importante en el uso de opiáceos para controlar el dolor y en el recurso a la sedación respecto de países como Reino Unido, Alemania, Francia o Estados Unidos. Ahora, lo ocurrido en Leganés ha extendido el miedo a que una conducta como la sedación terminal, claramente acreditada como una buena práctica médica para enfermos que sufren en la agonía, pueda confundirse con la eutanasia, cuando en absoluto lo es", sostiene Nicasio Marín-Gámez, jefe del servicio de medicina interna del complejo hospitalario Ciudad de Jaén y autor de uno de los pocos estudios que se han hecho en España para conocer cómo mueren los enfermos en un hospital.
Un itinerario de dolor
Carolina García Rodríguez tiene 70 años y siempre se ha considerado una mujer fuerte. Ahora está destrozada y dice que no consigue dormir. En la oscuridad de la noche, una y otra vez, se le aparece la imagen de su madre gritándole: "Mátame, hija, mátame: no me dejes sufrir así". Todo empezó el 4 de abril, cuando su madre, una anciana de 99 años inválida pero lúcida, fue trasladada desde una residencia privada a urgencias del hospital central de Oviedo. Tenía dos costillas rotas, la prótesis de fémur afectada y múltiples magulladuras. Se había caído. Estuvo ocho días ingresada en el hospital geriátrico Montenaranco y volvió a la residencia, pero a partir de ese momento ya no dejó de sufrir. La historia que sigue es muy común entre los enfermos de edad avanzada: un periplo por centros diversos en los que son atendidos por médicos sucesivos, sin ninguna conexión entre ellos y sin continuidad en la asistencia.
La anciana pasaba las noches en un grito, pero su hija no logró que el médico de la residencia aumentara la dosis de analgesia. Por fin, la enviaron de nuevo a urgencias. "La familia pide sedación", rezaba el volante del médico. En urgencias tampoco le controlaron el dolor y la derivaron de nuevo al geriátrico. Se supone que a morir. Carolina García estaba convencida de que el sufrimiento de su madre era evitable, y tuvo la confirmación cuando llegó al centro: "La doctora de guardia le puso una inyección y cuando me fui estaba dormida. Pero por la mañana la encontré de nuevo rabiando. Había cambiado el turno y el nuevo médico no quería aumentar la analgesia. Decía que tenía efectos secundarios", relata.
"Los días siguientes fueron de espanto. No recuerdo cuántas veces me pidió que la matara. A veces deliraba. Hasta que ya no pude más y acabe irrumpiendo en el despacho del jefe de servicio, deseando para su madre una muerte tan horrorosa como la que estaba teniendo la mía". "Esto es por lo de Leganés, ¿verdad?, le dije". Al poco llegó la doctora que la había atendido la primera noche. A partir de ese momento, la anciana encaró los últimos días en paz. Murió tranquila, pero Carolina García salió del hospital con una amarga sensación de catástrofe emocional.
El director del hospital Montenaranco, Vicente Herranz, asegura que en ningún momento se han modificado los protocolos de analgesia y sedación y recuerda que este centro tiene cuidados paliativos desde 1987. "Pero con frecuencia nos llegan ancianos en un estado deplorable, con dolor instaurado y mal controlado. Este tipo de dolor, si no se ha tratado bien desde el principio, es muy resistente. La dosis eficaz de los opiáceos depende de cada paciente y hay que ir modulándola", sostiene.
La historia de la anciana de Oviedo no es un caso en absoluto excepcional. Revela que existe una gran variabilidad en la atención, incluso dentro del mismo hospital y con el mismo protocolo. "Atender bien a un paciente terminal supone asumir riesgos. Pero en estos casos, el uso de la analgesia no debe medirse por los posibles efectos secundarios, sino por el beneficio que aporta al paciente", afirma Antonio Sacristán, oncólogo del equipo de cuidados paliativos del centro de salud Jazmín de Madrid, que cada año atiende a unos 500 enfermos terminales.
"Tenemos herramientas para hacer una previsión aproximada de la evolución del paciente. Y si los síntomas no son controlables porque la muerte está muy cerca, es correcto intervenir sobre el sistema nervioso central con una sedación profunda. No está demostrado que eso acorte una vida que, en cualquier caso, no iría más allá de horas o días", añade.
Hay que tener en cuenta además que cuando un moribundo sufre, no sufre solo: "La calidad de la muerte no sólo implica pensar en el que se va", sostiene Màrius Morlans. "También hay que pensar en los que se quedan. El profesor Aranguren decía que la muerte ha de tener un decoro. La familia ha de poder salir de ella con una sensación de dignidad".
Cincuenta y seis muertes
Como la atención a la muerte no ha sido nunca una prioridad en España, no se ha hecho un estudio como el proyecto SUPPORT en Estados Unidos, cuyos resultados mostraron lo mal que se muere en las sociedades opulentas. En España ni siquiera hay cifras de cuánta morfina se consume ni de cómo se distribuye territorialmente. Al menos el Ministerio de Sanidad asegura que no los tiene. Pero hay algunos datos significativos, que aporta Màrius Morlans: "Más de la mitad de los pacientes (54%) mueren en el hospital, y el 40% de ellos son enfermos de cáncer. Llama poderosamente la atención que el 35% de las defunciones hospitalarias ocurran en el servicio de urgencias y otro 20% en una unidad de cuidados intensivos, que por definición, implica una muerte altamente tecnificada. Eso significa que más de la mitad de los pacientes mueren en lugares que no están diseñados para atender el proceso de agonía".
"Cincuenta y seis muertes". Con este lacónico título se presentó en la Revista Española de Geriatría y Gerontología un estudio "en tiempo real y a la cabecera de la cama" sobre la atención que recibieron 56 pacientes moribundos ingresados en el Hospital General de Especialidades de Almería, un centro público que atiende a una población de 500.000 habitantes. El estudio fue coordinado por Nicasio Marín-Gámez, entonces responsable de cuidados geriátricos del hospital Torrecárdenas de Almería, y Humberto Kessel, que sigue en ese centro. El 48,2% de los enfermos sufría una enfermedad crónica terminal, el 42,8% neoplasias diversas extendidas (cáncer con metástasis) y el 9% restante una enfermedad aguda intratable.
La conclusión no deja lugar a dudas: "La asistencia al moribundo es claramente mejorable. En la mayoría de los casos la autonomía es usurpada por un paternalismo bien intencionado. La información proporcionada al paciente fue casi nula e imperó el secretismo. Los pacientes deseaban alivio y se les ofreció tecnología invasiva. Detectamos una actitud 'neutral', abandono o cierta indiferencia ante el último y mayor sufrimiento humano. Invocamos un cambio de actitud entre los clínicos".
Los detalles del estudio conforman una radiografía ciertamente inquietante: el 70% de los pacientes agonizó sin ayuda médica suficiente: con dolor no controlado, disnea, angustia vital, vómitos, miedo o agotamiento. El 30% no recibió analgesia ni sedación de ningún tipo y otro 40% recibió analgesia, pero limitada, no centrada en el paciente y manifiestamente mejorable. Ese minimalismo analgésico contrasta con el uso excesivo de tecnologías invasivas en una alta proporción de casos. Todos los pacientes menos uno tenían puesto algún catéter al morir y aunque todos padecieron disnea, sólo se suplementó oxígeno en el 76% de los casos. "Morían extenuados", dice el estudio.
Pese a lo inevitable de la muerte, sólo había orden documentada de no reanimar en el 42,9% de los enfermos y sólo en 29 casos, las enfermeras fueron informadas de que eran enfermos terminales. Tampoco habían sido advertidas de la inminencia de la muerte el 42,9% de las familias, "lo cual exigió un importante esfuerzo a la hora de aclarar los hechos". Casi todos compartían habitación cuando murieron.
Lo que refleja esta investigación no es una situación especial en un hospital determinado. Al contrario. Al hospital de Almería hay que reconocerle el mérito de haber colaborado en la obtención de unos datos que son aplicables a cualquier hospital que no disponga de cuidados paliativos, que son la mayoría. "Me temo que la situación no ha cambiado mucho desde que los publicamos, en 2002", sostiene Marín-Gámez.
Conspiración del silencio
Eulalia López Imedio es la supervisora de enfermería de una de las unidades de cuidados paliativos de mayor prestigio, la del hospital Gregorio Marañón de Madrid. "No comprendo cómo la atención a los terminales no es una prioridad del sistema sanitario. Al fin y al cabo, todos vamos a serlo algún día", sostiene. "En cada gran hospital debería haber una unidad de paliativos, y un equipo de soporte en cada área sanitaria. Pero no sería suficiente. Todo el personal médico y de enfermería debería recibir formación para saber cómo tratar a los moribundos", sostiene.
Los autores del estudio de Almería definen la agonía como "un proceso intransitivo de duración variable, rara vez breve y jamás lírico", por eso los médicos, que no han sido entrenados para afrontarla, se sienten incómodos ante ella. Sólo tres facultades tienen en España algún crédito destinado a enseñar cuidados paliativos. "La carrera de Medicina se ordena según criterios del siglo XIX. En ningún momento se estudia qué hacer con la persona que sufre. Muchas veces cuando llega un moribundo a un servicio se le encomienda al residente, que es el que está emocionalmente menos preparado", explica Màrius Morlans. "Por suerte las cosas están cambiando y quienes están ayudando a introducir otra mirada sobre la muerte son los especialistas en cuidados paliativos. Pero como aún predomina la medicina científica, se han tenido que vestir con ropajes estadísticos, protocolos y ensayos para tener credibilidad, cuando lo más importante es que su propuesta resucita el humanismo en los hospitales".
Los médicos, educados para salvar la vida, no están preparados para afrontar la muerte. Los enfermos menos. Y tampoco sus familias. Por eso la conspiración del silencio sigue siendo en España un gran enemigo de la buena muerte. Jorge Maté, el psicólogo de la unidad de paliativos del hospital Duran y Reynals de Bellvitge, extrae un sobre de su carpeta. Lo hace con mimo. Es una larga carta, escrita a mano, en la que la hija de Julio S. le agradece que la familia pueda ahora recordar la muerte de su padre con un sentimiento de paz. No fue fácil. "El paciente estaba sumido en un estado de ansiedad y teníamos muchas dificultades para controlar el dolor", recuerda Maté. "Hasta que nos dimos cuenta de que toda la familia estaba atrapada en la conspiración del silencio: la familia sabe que el enfermo sabe, y el enfermo sabe que todos saben, pero nadie habla. Eso provoca en el paciente un enorme estrés emocional porque no puede compartir sus sentimientos. Lo que el enfermo quería era que su familia le diera permiso para irse, para dejar de luchar. Ya no podía más, pero todos estaban atrapados en una gran mentira compasiva". Maté propició un encuentro del enfermo con toda su familia. "Primero con gran dificultad y luego con alivio, acabaron hablando de la inminencia de la muerte. Él les pidió perdón por lo que hubiera podido hacer mal, ellos le dijeron que estarían con él hasta el final, y todo cambió a partir de ese momento".
Manolo Conti llega a la entrevista visiblemente alterado. Necesita unos minutos para sosegarse. Él es uno de los paliativistas más veteranos. Por sus manos, en la unidad del Gregorio Marañón, han pasado cientos de historias clínicas. Por fin recobra el resuello. Hace un rato han ingresado en la unidad un paciente con cáncer abdominal avanzado. En cuanto ha visto el letrero de "cuidados paliativos", el enfermo ha entrado en un estado de agitación. Ha expulsado al hijo de la habitación y ha exigido la presencia inmediata del médico. "Me voy a morir, ¿no es cierto? Me estoy muriendo, ¿no?".
Decirle a un paciente que se va a morir, no es fácil. Ni siquiera para los médicos con la experiencia del doctor Conti. Pero decírselo así, a bocajarro, aún es más difícil. Al salir de la habitación, el hijo también estaba muy alterado y ha estado a punto de agredirle por decirle al paciente lo que el paciente quería saber. Lo ocurrido significa que son varios los médicos que no han hecho bien su trabajo. Ninguno de los que han asistido antes a este paciente ha creído oportuno decirle la verdad.
"La mitad de los enfermos que ingresan no conocen siquiera el diagnóstico, no digamos ya el pronóstico", explica Eulalia López Imedio. "Y no creo que sea sólo por un problema de formación de los médicos. No dar información es una forma de no implicarse emocionalmente con alguien que se va a morir".
Un mapa lleno de agujeros
A paliar estas carencias vienen los cuidados paliativos. Pero estos servicios, que suponen un giro copernicano en la atención al paciente terminal, están lejos de ser una práctica generalizada en España pese a que en 2001, la entonces ministra de Sanidad, Ana Pastor, anunció un ambicioso plan nacional. ¿En qué ha quedado ese anuncio? En un ejercicio más de buenas intenciones. El desarrollo del plan corresponde a las autonomías, pero el mapa de los paliativos presenta aún enormes agujeros negros y en muchos casos, si se han creado ha sido gracias a la tenacidad de los profesionales. "Hace 10 años denunciamos poca diligencia de las autoridades sanitarias. Ahora hemos de hablar claramente de negligencia", sostiene Xavier Gómez-Batiste, presidente de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos.
Desde que en 1987 se inició en Cataluña el primer programa, sólo dos comunidades han avanzado significativamente, Canarias y Extremadura. En toda España hay apenas 350 equipos, de los cuales unos 150 son de atención a domicilio. La OMS recomienda un equipo domiciliario por cada 150.000 habitantes y uno de soporte en cada hospital general. También recomienda 80 camas hospitalarias por cada millón de habitantes. Ahora hay 170 unidades que no suman más de 1.800 camas, frente a las 3.500 que recomienda la OMS. El resultado es que, de los 370.000 pacientes que mueren cada año, unos 120.000 precisarían cuidados paliativos pero sólo los tienen 30.000. Los cuidados paliativos apenas llegan al 30% de los enfermos de cáncer. Del resto de patologías ni siquiera hay datos.
Calidad de vida, calidad de muerte
En algunas comunidades, como Valencia o Andalucía, se han anunciado planes pero no se han desarrollado. Y dentro de cada comunidad, la situación es muy desigual. En Galicia, por ejemplo, se han creado unidades de hospitalización a domicilio que atienden también a enfermos terminales. Un buen servicio, en términos generales, pero de implantación desigual. Lo tienen por ejemplo, los pacientes de A Coruña, pero no los del vecino Culleredo. Incluso en Cataluña, que presume de tener una cobertura del 70%, hay aún zonas sin paliativos. Grandes hospitales tan emblemáticos como el Clínico de Barcelona, que encabeza la lista de centros españoles con mayor índice de publicaciones científicas, no tiene unidad de cuidados paliativos, como tampoco la tiene La Paz de Madrid.
Pablo Sastre es uno de los pioneros de los cuidados paliativos en España. Él impulsó en 1992 la red de paliativos de la Asociación Española de Lucha contra el Cáncer. Cuando dejó la asociación, en 2002, había 52 equipos. Ahora es concejal de Sanidad de Miraflores de la Sierra y se muestra decepcionado: "Ha habido más promesas que realidades". Extremadura concita ahora todos los elogios por el esfuerzo realizado. Esta comunidad ha diseñado un novedoso programa en el que el mismo equipo atiende en el hospital y en el domicilio: el médico sigue al enfermo, lo que garantiza la continuidad de la asistencia. "En nuestro caso la flexibilidad es muy importante porque tenemos el 70% de la población dispersa", explica Emilio Herrera, impulsor del plan, que ha obtenido el premio a la excelencia de la International Asociation for Hospice and Palliative Care.
Pero los cuidados paliativos no sólo ofrecen una mejor atención al paciente. También son más eficientes: una cama en una unidad de paliativos cuesta el 40% de lo que se paga por una cama de hospital de agudos y contribuye a reducir los ingresos por urgencias. El equipo domiciliario de paliativos de Mataró ha querido saber, para cargarse de razones, cuánto se ahorra el sistema sanitario por cada paciente que puede morir en su casa bien atendido: 1.000 euros, contando sólo el coste de las seis últimas semanas de vida.
Argumentos, pues, no faltan. Pero el plan nacional no progresa adecuadamente, por eso hospitales como el de Leganés tienen que suplir en urgencias la falta de paliativos, y por eso Gómez Batiste habla de negligencia. Sastre propone: "Hasta ahora hemos hablado de calidad de vida. Es hora de hablar de calidad de muerte".
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