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Columna
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Estatuas

Llegué a la puerta de los grandes almacenes, El Corte Inglés, en Málaga, me bajé del coche y descubrí la estatua nueva, inesperada: un jesuita de hierro, con su sotana y su bonete de varias puntas, sobre un pedestal de piedra caliza. La piedra dice que la estatua ha nacido "por suscripción popular", lo que sugiere un movimiento de memoria masiva, pero yo no conozco al personaje, aunque ahí esté su nombre esculpido, y emprendo una investigación telefónica: ¿alguien sabe quién es el sacerdote elevado a monumento municipal?

Llamo a ocho vecinos de Málaga, cinco votantes de derechas, dos de izquierdas y un abstencionista. Sólo uno conoce al clérigo-estatua: mi informante recuerda una estampa en la mesita de noche de un enfermo al que visitaba con su madre. Otro dice haber leído en un periódico la noticia de la inauguración de la estatua, y la cree dedicada a "alguien que hizo el bien a mucha gente", aunque no sabe el nombre del benefactor. En un aula universitaria, con más de treinta estudiantes, todos ignoran la identidad del cura monumental, pero una alumna se atreve a aventurar una hipótesis: es Herrera Oria, cardenal periodista y activista de la derecha católica de antes de la guerra.

No es Herrera Oria. Recurro al ciberespacio. Encuentro veintitantas entradas en internet, y el personaje misterioso tiene página propia. Aparece en noticias de cofradías y libros de lance, apartado Religión y Paraciencia. Es el reverendo padre Tiburcio Arnáiz, Apóstol de los Pobres y Servidor de Jesús, nacido en Valladolid en el verano de 1865 y muerto en olor de santidad durante el verano de 1926, en Málaga, donde, misionero de los barrios miserables, reposa eternamente en la iglesia del Sagrado Corazón. Sus milagros son conocidos en innumerables países. Los días 18 de cada mes los fieles visitan su tumba.

Hizo mucho bien, como imagino que, por aquellos mismos años, algún médico, abogado, obrero, maestro u organizador de sindicatos, quién sabe, también recorrió bondadosamente Málaga sin pensar que, al cabo del tiempo, nadie lo conocería. Pero aquí está ahora la estatua del padre Tiburcio Arnáiz, entre un banco imponente, el Santander, y un mercado feliz, El Corte Inglés, en una calle en honor de otro clérigo, el obispo Lorenzo Armengual de la Mota, malagueño, fundador en Cádiz de cofradías e iglesias, la de San Lorenzo, hace casi 300 años.

Si yo hubiera entrado en el centro de Málaga desde levante, por el paseo marítimo, me habría cruzado con la estatua de Cánovas del Castillo, constitucionalista conservador y restaurador de los principios católicos, habría pasado la estatua del Marqués de Larios, terrateniente y potentado prócer de la comarca, y habría llegado a donde estoy, a la tercera estatua, el Reverendo Padre Tiburcio Arnáiz, caritativo con los pobres. Las autoridades competentes eligen muy bien las estatuas: ésta es nuestra historia, lo que merece ser recordado, lo que se nos dice que debe ser recordado, nuestra memoria inducida e inconsciente. Estas tres estatuas ofrecen en un solo paseo un espléndido resumen de los fundamentos de la historia local y un esquema consistente de sus valores de toda la vida.

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