La II Guerra fue primera y última
La II Guerra Mundial, de cuyo fin en Europa se cumplen estos días 60 años, es única, sin precedentes indiscutibles, ni progenie probable, hasta el punto de que no habría que llamarla Segunda sino Primera, así como tampoco parece prudente especular con una Tercera, salvo que consideremos que ya la hubo, con el nombre de Guerra Fría.
La contienda de 1939-1945 fue Primera más que Segunda, porque, a diferencia de la del 14-18 -como la llaman en Francia-, abarcó todos los continentes de forma extensiva, incluso América si contamos sus aguas, donde los buques del Eje operaron con ilusiones de victoria; los combates en el norte de África fueron decisivos para el desembarco de Normandía; la lucha en Asia fue tan feroz por mar como por tierra; y Europa era, igualmente, el gran premio que se disputaban los vencedores. En la primera, mejor llamada Gran Guerra o Guerra Europea, el combate en el continente negro fue, en cambio, irrelevante; en Asia, sólo episódico; y los sumergibles alemanes en el Atlántico apenas constituyeron una amenaza para Estados Unidos. Cabe sostener que la Guerra de los Siete años -1756-1763- tenía más méritos mundiales, porque los combates en América y Asia fueron mucho más significativos.
La II fue la mayor guerra industrial de la historia, aquella en la que combatían pueblos y no sólo Estados, saldada con más de 50 millones de muertos; y, aunque aquí sí está la Gran Guerra como precedente de la muerte industrializada, el hecho de que en 1945 se franqueara un umbral técnico-científico con la aplicación de la energía nuclear a la guerra, y que el nazismo tratara de exterminar a todos los judíos europeos, permiten calificarla de primera y única contienda, a la vez, total y mundial.
Fue, también, la guerra intercontinental que se recordará por sus componentes ideológicos. A diferencia de la de 1914, donde el combate se libró por desnudas razones de poder entre sociedades de desarrollo democrático comparable, en 1939-1945 se enfrentaban sistemas políticos rivales; y el hecho de que el comunismo soviético se alineara con los aliados contra la Alemania de Hitler sólo viene a subrayar que las ideologías eran tres en lugar de dos: liberal-democracia, comunismo y nazi-fascismo, de los que los dos primeros se aliaban contra el tercero, designado como enemigo principal. Su precedente sería la guerra española, mero ensayo de hecatombe.
Fue, por último, una guerra que, ante la imposibilidad de unificar el mundo bajo un solo Orden Universal, produciría un duopolio imperfecto, asimétrico y hostil a sí mismo: la bipolaridad, fórmula que ambas partes concebían de carácter pasajero hasta que prevaleciera un sistema, como así ha ocurrido con la autovoladura del comunismo. Lo más parecido a un antecedente habría sido el nuevo orden europeo creado por el Tratado de Westfalia en 1648.
Esos elementos constituyentes: extensión a todo el mundo; pretensión de esfuerzo y crimen totales, con la irrupción del Holocausto y la bomba atómica; ideología normativa, a cuya defensa o imposición se atribuía carácter decisivo; y producción de un nuevo orden de ambición universal, hacen de la guerra que concluyó en Europa, los días 8 y 9 de mayo de 1945, un tipo de contienda irrepetible.
La ideología comunista ha muerto, al menos como alternativa de poder. En su lugar, la Casa Blanca y otros poderes quieren erigir el terrorismo internacional, llamado islamista, como gran enemigo suplente; pero como no es posible rodear a ese presunto contrincante de fronteras que permitan identificarlo y destruirlo -aunque se insista en que de eso va la guerra de Irak-, la posibilidad de que se reedite ese tipo de conflagración parece hoy remota.
Es cierto que cabe argumentar que el arma nuclear constituye, a la vez, un freno para esa clase de contienda -por la devastación que entrañaría- y un riesgo -el de que cayera en manos terroristas-, pero lo que en este caso se librara sería, como en la actualidad, mucho más caza medio a ciegas que guerra formal. La II conflagración mundial fue primera y última. Holocaustos, nunca más.
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