Universidades
El edificio en que yo estudié Filosofía, un antipático poliedro de hormigón camuflado entre hoteles y oficinas de juzgado, apenas roza las tres décadas de vida. Para conmemorar el quinto centenario de la Universidad Hispalense, de la que soy hijo putativo igual que la mitad de los sevillanos, prefiero desplazarme hasta la Fábrica de Tabacos, en el centro, donde seguí algunos cursos de Filología Clásica y de Alemana y donde me enamoré. A veces, por esta época, el sol de mayo me sorprendía tumbado en la hierba, con una comezón picoteándome la espalda y los textos de Isócrates desparramados junto a mis piernas, entre el tabaco y el libro a medias que me ayudaba a digerir el autobús. Para llegar hasta Ida tenía que remontar varios tramos de escalera vigilados por estatuas y sentir la frialdad de los corredores en las articulaciones, poco antes de que nos encontrásemos frente a esos cafés profundos y negros que dispensaban en la cantina de la primera planta y que probablemente nada deban de envidiar a los bebedizos del doctor Jekyll. Allí, sobre la pringue de las mesas, mi Isócrates tostado se relacionaba con sus textos de Historia del Arte y las fotografías de sepulcros etruscos que presentan hombres de terracota despertándose de la muerte. Isócra-tes y los etruscos: ya entonces nuestros apuntes barruntaban que toda esa chatarra de datos que apilábamos en el vertedero de nuestras cabezas iba a tener que desaparecer tarde o temprano, convertirse en chapa y plástico para nuevos productos, reciclarse.
Cinco siglos es una edad muy respetable, más todavía si tenemos en cuenta que probablemente esa cifra no llegue a crecer mucho más: ni esta universidad ni ninguna otra conocerá el milenio. Siempre he querido mucho a Ida y me he querido mucho a mí mismo, pero desde hace tiempo nos hallo en los espejos y no puedo evitar apreciarnos como piezas arqueológicas, vestigios, enseres de museo para las generaciones venideras que nos observarán con lupas y nos olvidarán como a Isócrates y a los etruscos, en la profundidad de los sótanos y los anaqueles menos accesibles de las bibliotecas. Oigo con una extraña sensación de irrealidad que el Gobierno estudia reducir de un portazo el número de las carreras en veinte o treinta, y convertir a mi mujer en uno de esos seres impresos en basalto que los paleontólogos exhuman ayudados de una espátula: una historiadora del arte, un dinosaurio. Nuestros gerifaltes aducen razones de conveniencia: el tren del progreso no pasa ya por estos apeaderos y mejor es clausurarlos definitivamente, ahorrar dinero para invertirlo en estaciones que sí visiten los turistas. Se olvida que la palabra universidad proviene de universo, que es este coto confuso y enorme y populoso en que nos movemos todos, y cuya característica más remarcable es la de la multiplicidad: la realidad se define por ser variada, diversa, excesiva. Creo que el tamaño y la orientación de nuestras universidades arroja una luz transparente sobre el mundo que pretendemos conocer a través de ellas: y este mundo que plantea el gobierno para converger con las fábricas de Europa, este mundo sin Humanidades ni Historia y donde las Filologías balbucean, es un lugar angosto y gris, sin aire, a través del cual, como en ese infierno a media luz que imaginó Homero, no deambulan hombres, sino sombras de hombres.
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