Reconstruyendo las Torres Gemelas
Bastó que al término de la Segunda Guerra Mundial el filósofo Theodor Adorno sugiriese la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz para que cientos de poetas y escritores se lanzasen casi de inmediato a relatar los horrores de los campos de exterminio. La razón es muy simple: en contra de lo que algunos críticos suponen, la literatura no es banal ni inofensiva, sino el único instrumento a través del cual los seres humanos aspiran a comprender de modo directo las experiencias atroces o heroicas o cotidianas de otros seres humanos. Si relatamos una y otra vez las mismas historias es porque necesitamos mirarlas de nuevo desde todos los ángulos posibles, repetirlas una y otra vez con el fin de sentirnos menos ignorantes, menos solos, menos aturdidos.
Como era de esperarse, no podía pasar mucho tiempo antes de que un acontecimiento tan dramático -y tan espectacular- como la caída de las Torres Gemelas se convirtiese en tema de novela. Al principio, los escritores parecían no animarse a emprender esta tarea: preferían invocar la consigna de Adorno y dejar pasar el tiempo para que el dolor se diluyese poco a poco. Convencidos por George Bush de la necesidad de la venganza y el castigo, la literatura parecía un ejercicio superfluo que en nada contribuía a la victoria. No obstante, conforme empezaron a transcurrir los meses esta prohibición tácita desapareció ante la urgente necesidad de volver a admirar las Torres Gemelas en su sitio, de presenciar de nuevo su caída y tratar de conferirle algún sentido a las muertes de sus ocupantes.
Desde entonces, los libros de ficción sobre el 11 de septiembre -una mera fecha convertida en una señal ominosa- no han dejado de proliferar: La inmensidad del aquí y el ahora, de Paul West (2003); La escritura en el muro, de Lynne Sharon Schwartz (2005); Querida Zoe, de Philip Beard (2005), o incluso A la sombra de las No-Torres, del caricaturista Art Spiegelman (2004). Sin embargo, tres novelas han recibido una atención especial por parte del público y la crítica, provenientes de tres ámbitos culturales distintos: Windows on the World, del francés Frédéric Beigbeder (2003, en inglés en 2005); Sábado, del británico Ian McEwan (2005), y Extremadamente ruidoso e increíblemente cercano, del estadounidense Jonathan Safran Foer (2005).
La primera pregunta que un novelista se hace frente a un hecho de esta magnitud es: ¿cómo afrontarlo? ¿De manera directa o elusiva? ¿Centrándose en las víctimas, en los verdugos, en el horror? ¿Cómo escapar del sentimentalismo y al mismo tiempo conseguir la esperada hondura sentimental, el pathos que requieren los lectores?
Novelista y editor, figura omnipresente en los medios, Beigbeder fue el primero en responder a estas cuestiones. Como europeo, su acercamiento debía ser necesariamente elusivo: ¿cómo imaginar el espanto de morir en las Torres Gemelas desde el otro lado del Atlántico? Para solucionar este dilema, optó por lo más simple, la metaliteratura: así, Beigbeder escribió una novela sobre el 11 de septiembre que trata sobre la imposibilidad de escribir novelas sobre el 11 de septiembre. Una idea que, temo decirlo, suena en efecto muy francesa. Para ello, por un lado imagina a un padre divorciado que desayuna con sus hijos en Windows on the World, el restaurante de las Torres Gemelas, al tiempo que él, Beigbeder, escribe la novela en, of all places, la Torre de Montparnasse. Aunque el libro ha recibido en general buenas críticas en Estados Unidos -por fin un francés que se conmueve ante la tragedia nacional-, la fatuidad de su propuesta es obvia. Nada más sencillo que colocar unos cuantos personajes comunes, y de preferencia niños, en un piso de las Torres Gemelas y observar cómo se enfrentan a una muerte segura para conmover al lector desprevenido. No deja de resultar paradójico que un francés haya escrito la versión más hollywoodense de este asunto. Ya podemos imaginar la película que, una vez pasado el duelo que todavía rige en el cine -las imágenes siguen siendo más poderosas que las palabras-, no tardará en rodarse.
Infinitamente más profundo es el planteamiento de Ian McEwan en Sábado. No sólo nos hallamos ante un narrador con un talento mucho mayor al de Beigbeder, sino ante un punto de partida más complejo y expresivo. McEwan no quiere hablar del 11 de septiembre, sino del mundo después del 11 de septiembre o, más bien, sobre la sensación de amenaza y desamparo -y también sobre las amenazas reales- que son parte de la vida de todos nosotros desde entonces. Henry Perowne es un neurocirujano inglés de mediana edad y clase acomodada, dueño de una familia casi perfecta, que sin embargo parece vivir en un permanente estado de zozobra. Mientras en Londres se llevan a cabo gigantescas manifestaciones para protestar contra la invasión de Irak, Perowne se obstina en guiar su cotidianidad sin exabruptos, pero aun así la violencia del exterior se atraviesa de manera inevitable en su camino. Describiendo detalladamente un solo día, ese sábado crucial para su protagonista, McEwan muestra que nadie está a salvo del horror y al mismo tiempo que nadie es inocente del todo. ¿Puede un ciudadano común combatir la injusticia? ¿Es posible razonar con la sinrazón? ¿Es posible mantenerse al margen de la Historia? Sin dar respuestas contundentes, sin caer en una emotividad ramplona y sin por ello rehuir los grandes problemas de nuestra época, la lectura de Sábado nos sumerge en una confusa tristeza. Ya nunca volveremos a sentirnos seguros, insinúa McEwan. Al final, Perowne y su familia logran escapar azarosamente del horror -gracias en buena medida a la poesía-, pero ello no los deja indemnes. McEwan triunfa donde Beigbeder falla porque su perspectiva se centra en la confusa victoria de los sobrevivientes y no en la esperada y patética muerte de las víctimas.
Tal como señaló la reseña en primera plana de The New York Review of Books, uno recordará siempre Extremadamente ruidoso e increíblemente cercano por ser el libro que al final contiene una serie de fotografías que, al ser barajadas con rapidez, permiten ver cómo un cuerpo cae o asciende luego de lanzarse al vacío desde una de las Torres Gemelas. Pero éste no es sino uno de los infinitos recursos o piruetas formales del libro; joven y ambicioso, Safran Foer se hapropuesto el reto más difícil -jugar con el 11 de septiembre sin arrebatarle el duelo-, y ha fallado por completo. El mayor problema radica en su narrador: un verborreico niño de nueve años de nombre Oskar, guiño a los lectores de El tambor de hojalata, que perdió a su padre en las Torres Gemelas. Todas las ideas del autor son brillantes: lanzarlo en una búsqueda enloquecida que le dé sentido a la muerte de su padre, hacerle ver que no hay sentido o que el sentido está en la propia búsqueda, dotarlo de una voz simpática y chispeante, convertir la tragedia en un rompecabezas... Por desgracia, el exceso de ingenio -los juegos tipográficos, los chistes, los guiños literarios, las parodias posmodernas- sólo nos distrae y al cabo nos agota. Pero lo peor es el final: tras un largo trayecto lleno de experiencias, Oskar llega a la pasmosa conclusión de que lo mejor habría sido que las Torres Gemelas no se derrumbasen. Valiente consuelo. En vez de aprender de su arduo itinerario, Oskar vuelve a ser un niño -o quizás lo sea por vez primera, pues antes se parece demasiado al enano de Grass- cuyo único consuelo es imaginar que nada ha ocurrido. Una vez más, la conclusión suena fantástica pero destruye toda la novela. Tras leer Extremadamente ruidoso e increíblemente cercano, no queda lugar para la reflexión, la incertidumbre o el simple desconcierto, sino sólo para la más inane autocompasión.
Jorge Volpi es escritor mexicano.
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