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Reportaje:

El tesoro natural

Kirguizistán es un gran cofre asiático que guarda riquezas y sorpresas: un lago del tamaño de Asturias y una de las mayores minas de oro del planeta, pueblos nómadas que aún cazan con águilas y montañas de belleza sobrecogedora. La URSS lo cerró a miradas ajenas. Ahora, ese tesoro, que acaba de vivir una revuelta popular, se abre al mundo.

"Sucedió hace mucho, mucho tiempo, y hoy ya no queda nadie vivo que pueda contarlo en primera persona…".

Con estas palabras, los manashi, contadores de historias, comenzaban sus canciones sobre las hazañas de Manas, el héroe legendario de Kirguizistán, canciones sobre un mundo ya casi olvidado.

Este ciclo de leyendas orales, veinte veces más largo que La Odisea, que se ha ido enriqueciendo con las improvisaciones de los manashi, narra en tres partes la vida de Manas, de su hijo Semetei y de su nieto Seitek, sus épicas luchas para establecer un hogar en un territorio disputado y siempre bajo la amenaza de vecinos hostiles, y resume magistralmente la esencia filosófica y espiritual de los kirguises. Casi cinco millones de personas viven ahora en este país, con una superficie como media España y donde las condiciones atmosféricas varían desde el clima subtropical del valle de Fergana, al suroeste, hasta el clima polar de las montañas Tian-Shan.

Como Manas, los habitantes de Kirguizistán son gentes orgullosas de su tierra y de sus tradiciones, que mantienen un profundo respeto por las montañas y la naturaleza. Un buen ejemplo de ese carácter es Sagynbai Zarnaev, que aprendió de su padre, y éste a su vez del suyo, el arte de cazar con águilas reales. Maestro de escuela jubilado, enseña ahora a Kubanych, el mayor de sus nueve hijos, el placer de cabalgar al amanecer hacia las cumbres, con el águila posada en un brazo, y hacerla volar sobre las laderas; el placer de sentir que el lazo invisible que los une se estira sin límite mientras la gran rapaz desciende suavemente sobre los pastos en busca de una presa. Y cuando ésta regresa a su puño, su orgullo de cazador asoma en su sonrisa franca, y le habla despacio, y le coloca con suavidad su capuchón, para que descanse tranquila en su guante de cuero.

La caza con águilas reales, practicada solamente en algunas regiones de Kirguizistán y del vecino Kazajistán, ha estado reservada tradicionalmente a personas de espíritu elevado; un cazador, un berkutchi, es un hombre sabio, a quien muchos acuden en busca de consejo. Ellos no se consideran cetreros, y de hecho ven en quienes cazan con halcones y azores simples aprendices. En realidad, son los depositarios de una tradición muy antigua, que enlaza directamente con el pasado más heroico de su pueblo.

Las aves, que llegan a vivir hasta 40 años, son capturadas en su juventud y adiestradas para asegurarse su lealtad. Un cazador hábil y un águila bien enseñada pueden llegar a capturar varios centenares de marmotas, decenas de zorros, un par de linces y cinco o seis lobos en la estación de caza, que dura unos cuatro meses.

Sagynbai y su hijo son buenos jinetes, acostumbrados a cabalgar a través de laderas casi verticales, a veces a muchos grados bajo cero, a lomos de sus caballos pequeños y robustos, descendientes de la misma raza que dio lugar a los afamados caballos árabes, aunque más parecidos en su aspecto al caballo de Przewalski, el único ancestro salvaje del caballo doméstico que aún sobrevive.

Mientras prepara a sus águilas, Sagynbai muestra satisfecho sus trofeos y ofrece al visitante la hospitalidad exquisita de los pueblos nómadas. Té, comida caliente y el calor de las brasas ayudan a combatir el intenso frío que reina en las praderas.

Las yurtas, viviendas desmontables tradicionales de los pastores nómadas en toda Asia Central, están hechas a partir de un sólido armazón de madera forrado con pieles; cuentan con una abertura en el techo, que se cierra con cuerdas si llueve o nieva, para permitir que en el interior arda un fuego sobre el que cocinar y junto al que contar y escuchar historias.

Kuttu, la esposa de Sagynbai, se desplaza con el ganado a los pastos de altura en mayo, y permanece allí hasta septiembre, cuando llegan las primeras nieves. Estará la mayor parte del verano sola, aunque recibirá las ocasionales visitas de sus hijos y su marido, que pasan más tiempo en el pueblo de Bokonbaevo, a orillas del lago Issyk-Kul, ocupados en los quehaceres cotidianos de una vida cada vez más alejada de las tradiciones nómadas.

Cae la noche y el silencio se adueña de los campamentos de pastores. Las águilas duermen dentro de la yurta.

Los primeros humanos llegaron a lo que hoy es Kirguizistán a finales del Paleolítico; durante el Neolítico todo el territorio estuvo ocupado. Más tarde, tribus nómadas provenientes de Mongolia establecieron asentamientos más o menos estables, que han dejado vestigios de actividades agrícolas. Las tribus guerreras de Saka vivieron en la región alrededor del siglo VI antes de Cristo. En el año 751 fue escenario de una batalla crucial en la que los turcos y sus aliados árabes y tibetanos expulsaron al ejército chino de Asia Central. Sus territorios fueron parte de la herencia del segundo hijo de Gengis Jan, Chatagai. Poco a poco los rusos se fueron acercando, y ya en el siglo XIX, los más poderosos líderes tribales kirguises comenzaron a establecer alianzas, hasta que gradualmente fueron absorbidos por el imperio ruso. Cualquier intento de protesta era reprimido por las fuerzas zaristas, y hasta la Revolución Rusa de 1917, el área fue gobernada con mano de hierro como parte de las provincias orientales. Tomada por los bolcheviques, en 1921 Kirguizistán pasó a pertenecer a la República Socialista Autónoma del Turkestán. En los años veinte, bajo una extrema represión tanto política como cultural, muchos nómadas fueron obligados a abandonar sus formas de vida; muchos más sufrieron los efectos de una cruel campaña de colectivización durante los años treinta.

En 1936 se convirtió en república constituyente de pleno derecho de la URSS. El derrumbamiento del régimen comunista y la desintegración de la Unión Soviética, en 1991, fueron determinantes para que el Sóviet Supremo proclamara su independencia el 31 de agosto de ese mismo año. La vida política estuvo desde entonces dominada por la figura de Askar Akáiev, investido presidente en 1991 y reelegido en 1995 y 2000. Con una actitud claramente liberal en su política económica, promovió las reformas más radicales de todas las repúblicas centroasiáticas. No obstante, la buena reputación que se había creado comenzó a tambalearse cuando surgieron los primeros escándalos electorales. Sólidamente instalado en el poder, protegido por una inmunidad con la que él mismo se había favorecido, y abandonado ya su ánimo reformista, el terreno estaba abonado para el descontento de la población. El pasado marzo, tras unas elecciones calificadas por opositores y observadores como fraude electoral, en las cuales se impidió participar a líderes de la oposición, y en las que dos hijos de Akáiev lograron sendos escaños, miles de personas se manifestaron en las calles para pedir la dimisión de Akáiev, ocuparon el palacio de Gobierno, en Bishkek, y forzaron su retirada y huida.

Esta revolución de los tulipanes se asemeja a los levantamientos pacíficos de Georgia y su revolución de terciopelo, en 2003, o la revolución naranja de 2004 en Ucrania. El recién nombrado presidente interino, Kurmanbek Bakiyev, que renunció a su cargo de primer ministro en mayo de 2002, cuando cinco manifestantes resultaron muertos en choques con la policía, ha anunciado ya que habrá elecciones presidenciales en junio. Se enfrenta ahora a una situación delicada, con intereses contrapuestos (EE UU y Rusia cuentan con bases en Kirguizistán), y la atención puesta en las relaciones entre kirguises y uzbekos, que estallaron en un conflicto étnico a principios de los noventa en la ciudad de Osh y que dejó centenares de muertos.

La proximidad de Afganistán y las rutas del narcotráfico preocupan también a las grandes potencias, que sostienen que la región del valle de Fergana, considerada la parte más pobre y densamente poblada de Asia Central, en la que más de la mitad de la población vive por debajo del umbral de pobreza, es un semillero de fundamentalismo islámico. De hecho, este país, con un 75% de población musulmana, es el punto en que la droga procedente del sureste asiático se reparte hacia los mercados rusos y europeos.

El suyo es, no obstante, un islamismo moderado, especialmente en el norte del país, más próximo a Rusia que las aisladas provincias del sur. No es extraño que haya quien insinúa que la sombra de EE UU se adivina tras el levantamiento de marzo, en un esfuerzo por crear una presencia estable en esa zona estratégica. Lo que es indiscutible es que Washington ve con buenos ojos un cambio de aires en Kirguizistán.

En el valle del río Chu, al pie de los montes Kirguises, Bishkek, considerada la capital más verde de Asia Central, tiene largas avenidas arboladas, y en su centro conserva, caso único, una gigantesca estatua de Lenin, símbolo de otros tiempos que han ido desapareciendo con rapidez de las otras grandes ciudades de la zona. La ciudad congrega a casi un millón de personas, y cada vez son más evidentes los síntomas de la occidentalización de un país que ha estado prácticamente cerrado a los visitantes durante años, al ser una de las más importantes reservas de uranio de los soviéticos, combustible para sus centrales nucleares.

Desde las orillas del lago Issyk-Kul, del tamaño de Asturias, con casi 700 metros de profundidad y situado a 1.600 metros de altitud, la carretera sin asfaltar sube sin descanso mientras se adentra en la cordillera de Tian-Shan. Poco después de cruzar el impresionante paso de Sook, a 4.021 metros, un desvío se interna en dirección este, hacia las montañas de Ak-Shyrak. Es la ruta que lleva al glaciar Petrova, en plena Reserva Biológica de Sarychat-Ertash. La pista pronto se vuelve infernal: puentes de troncos rotos sobre torrentes enfurecidos, desprendimientos, profundas zanjas producidas por la lluvia…

Los 150 kilómetros que separan a vuelo de pájaro el pueblo de Bokonbaevo de la aldea de Ak-Shyrak se convierten en casi dos días de ruta, en la que los antiguos y destartalados camiones soviéticos avanzan a duras penas atravesando un paisaje de belleza sobrecogedora.

Las estrellas reciben al visitante al llegar a la aldea, bajo un cielo purísimo sin apenas contaminación lumínica. A 4.000 metros de altitud, y con montañas de más de 5.000 metros alrededor, estar bajo cero incluso en pleno mes de agosto es algo habitual. Durante el invierno, las temperaturas pueden descender hasta los 50 bajo cero, y los fuertes vientos traen directamente de Siberia rachas de aire helado. Poca gente se acerca hasta Ak-Shyrak, porque ni siquiera es un lugar de paso.

Allí, en casa de la familia Mukashev, no falta nunca una taza de té para los viajeros; ni un plato de plov, un sabroso arroz refrito con tiras de carne de cabra. Bakyt y sus dos hijos trabajan en la mina de oro de Kumtor, que se encuentra a 10 horas de viaje por una pista que serpentea entre valles casi desiertos.

Considerado uno de los 10 depósitos más ricos del mundo, Kumtor comenzó su producción en 1992, tras repetidos informes de los equipos de prospección soviéticos que durante años habían considerado inviable el proyecto por su gran altitud y lo remoto del enclave. El artífice ha sido una compañía minera canadiense, que posee el 33% de los activos del negocio y el control absoluto de las operaciones, dejando el resto en manos del Gobierno.

La entrada a la mina está estrictamente controlada: rayos X, registros minuciosos, formularios y hasta controles de alcoholemia son necesarios para acceder. Una vez dentro, en los barracones donde se alojan los obreros reina una calma absoluta. Todo está limpio, en orden. Hay dos restaurantes, uno con comida canadiense y otro con comida local, a elección del trabajador. En la mina de Kumtor trabajan unas 1.500 personas, de las cuales más de 1.000 son kirguises. Por eso en las montañas la presencia invasora de la mina no se ve con malos ojos.

Según Rodney Stuparyk, canadiense de Vancouver y director ambiental de la Kumtor Operating Company, el trabajo consiste, básicamente, en mover una montaña de un sitio a otro, reteniendo en el proceso el mineral que contenga oro. A base de explosivos se va separando la tierra; la que no contiene mineral se aparta hacia otra ladera. La tierra tratada con productos químicos se arroja a lagunas artificiales, donde va precipitando una arcilla residual, mientras el agua atraviesa sucesivas presas para separar los metales pesados que contiene. Una vez limpia se devuelve al río, cuyo curso se ha desviado previamente para construir la presa.

Stuparyk ha trabajado en la mina desde el accidente ocurrido en 1998, en el que un camión que transportaba cianuro para la mina se precipitó en el río Barskoon, derramando casi dos toneladas de su carga. Durante los cuatro días siguientes, 8.000 personas precisaron atención médica, casi 3.000 sufrieron envenenamiento y más de 1.000 fueron hospitalizadas. El Ministerio de Salud admitió más tarde que ocho personas murieron por exposición al cianuro.

Los problemas ambientales que se derivan de la mina, además de los accidentes, son variados, como el calentamiento de la superficie excavada, que ocasiona el derretimiento de los glaciares adyacentes, o la presencia de polvo con mineral en un área muy extensa, desprendimientos y vertidos de diferentes clases.

En estas montañas escarpadas y áridas, donde encuentra refugio una fauna tan amenazada como el leopardo de las nieves, el oso de Tian-Shan y los carneros de Marco Polo, la amenaza es clara. Los tiempos han cambiado. El cofre de Kirguizistán sigue siendo muy codiciado. La relación de su pueblo con la naturaleza cada vez resulta más alterada. Los nómadas respetuosos con las montañas van desapareciendo.

Sagynbai y su hijo regresan de las montañas al atardecer. Kuttu espera con la comida en el fuego. Desde muy arriba, la ven agitar los brazos en señal de bienvenida. Tiene el fuego encendido a la entrada de la tienda; desde el campamento se ven otras hogueras, dispersas por las laderas que rodean los pastos.

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