El Estado menguante
Descontada la Seguridad Social, la Hacienda general del Estado sólo administra ya el 19% de los recursos públicos. ¿Qué significado y qué consecuencias tiene esto?
Lo primero que los analistas constatan a la hora de abordar el puzzle autonómico es que todos y cada uno de los elementos que componen la ecuación española 17 (comunidades) + 2 (Ceuta y Melilla) = 1 (Estado) han copiado miméticamente al Gobierno y a la Administración central. Y son los propios burócratas del Estado los que, en ocasiones, se suman espontáneamente al lamento de que se ha perdido una magnífica ocasión histórica de construir algo nuevo, unas administraciones más funcionales, más flexibles, más dinámicas, menos burocráticas.
Hay un gran equívoco sobre la envergadura actual de la Administración central del Estado (el Estado directamente, según los nacionalistas). Es un equívoco que sigue alimentándose con los prejuicios y los tópicos que hablan del "centralismo opresor", del "Estado expoliador" y del "gran deudor", cuando no de "la bota de Madrid". Porque en estos años de transferencias autonómicas y de cesiones de soberanía a Europa -se supone que las grandes competencias del Estado: Defensa, grandes obras y política exterior pasarán en el futuro al dominio europeo-, "Madrid", en la terminología acuñada por los nacionalismos periféricos, ha sufrido una cura de adelgazamiento tan severa que hay quien habla, algo exageradamente quizá, de un Estado anoréxico.
"Se ha acabado la teta del Estado", predica el secretario general de Administraciones Públicas, José Luis Méndez. Y es que, descontada la Seguridad Social, que supone entre el 10% y el 12% del PIB español y es probablemente el elemento que más y mejor vertebra y recrea a diario esto que llamamos España, a la Hacienda general del Estado sólo le queda para gestionar el 19% de los recursos públicos.
Cómo funcionan las autonomías
La realidad es bien distinta a lo que imaginan quienes siguen viendo al Estado central español como un gigante musculoso, pleno e inagotable de energías y poderes. La realidad es que este Estado, al que se le pide que siga adelgazando y que elimine ministerios como el de Cultura o Vivienda -lo que no tendría prácticamente incidencia a efectos presupuestarios-, dispone de unos poderes limitados que ni siquiera le permiten conocer el grado de calidad de los servicios públicos de salud, educación o de cualquier otra materia que se preste en las autonomías. De ahí la próxima elaboración de un proyecto de ley que posibilite la creación de una agencia de calidad. "Es una herramienta legal muy necesaria", apunta Francisco Velázquez, secretario general de la Administración Pública, "porque ahora mismo el Estado central ignora cómo funcionan verdaderamente las autonomías, entre otras razones porque no puede acceder por sí mismo a las dependencias autonómicas".
Lo cierto es que menos de la cuarta parte de los 2.350.000 personas que trabajan para las distintas administraciones públicas está hoy en la nómina de la Administración General. Y si se descuenta al ejército (112.103 efectivos), a las fuerzas de seguridad (115.942), a los trabajadores adscritos a la Administración de Justicia (22.475) y los de las entidades públicas empresariales y organismos públicos (56.036), resulta que el número de empleados del Estado (234.708) es similar al de la comunidad autónoma andaluza. El vaciamiento intenso del aparato central del Estado producido en estos años -desde 1999 ha perdido el 60% de sus trabajadores, mientras que la administraciones autónomas han aumentado su personal el 68%- ha supuesto el traslado de más de 700.000 funcionarios.
Es la mayor reconversión laboral que se ha producido en España y una revolución administrativa que no se ha festejado, en un país en el que parte de la izquierda, sobre todo, sigue cultivando la teoría inerte de que, puesto que el Estado franquista era centralista, todo lo que sea descentralizar tiene que ser forzosamente más democrático y mejor para todos. Abrigados con esa corriente de opinión, los nacionalismos históricos han reaccionado ante la culminación del proceso de transferencias adentrándose en aventuras soberanistas o desentendiéndose de manera explícita o implícita del futuro común de los españoles.
Lejos de aprovechar la oportunidad histórica de comprometerse en el Estado de las Autonomías y de participar en la creación de la España moderna europea, han hecho reverdecer los viejos tópicos antiespañoles y hasta repescado del fondo de la historia la teoría de que la aceptación, en su día, de unos estatutos, excepcionales en Europa, no fue un ejercicio de libre decisión, debido a los temores a un golpe de Estado.
Canadá o Quebec, EE UU, Suiza, Australia o Alemania, siempre hay algún aspecto concreto de las legislaciones de esos países por reivindicar, con tal de no tener que asumir en su totalidad la realidad política, cultural y económica de esos países o el corsé que supone la adopción de cualquiera de estos modelos. El caso es que, 25 años después de la creación de gran parte de los parlamentos autónomos, el sistema encuentra serias dificultades para encauzar la lógica centrífuga que le anima. De ahí los recelos ante la nueva "transición autonómica", la sensación de que el proceso se mueve fatalmente dirigido por su propia inercia, la impresión de que la provisionalidad financiera y competencial tiende a hacerse crónica y que mucho depende de la coyuntura política, de los apoyos parlamentarios que precise el partido del Gobierno central.
"La política de trasplantes"
"Sin embargo, técnicamente, el invento ha funcionado y puede seguir funcionando perfectamente", sostiene el secretario general de la Administración Pública, Francisco Velázquez. "Es un mecanismo complejo que obliga al Estado y a las autonomías a la coordinación y al consenso, pero que, bien engrasado, resulta eficaz", asegura el alto funcionario. "Le pongo el ejemplo de los trasplantes de córneas. Para llevar a buen puerto una operación de este tipo se requiere generalmente la colaboración de varias autonomías y la participación de no menos de 200 personas, entre médicos, enfermeras, administrativos, conductores, pilotos de helicóptero, policías... Pues, en España, con una oficina de coordinación de únicamente 17 funcionarios, tenemos la política de trasplantes de órganos que pasa por ser la mejor o una de las mejores del mundo".
Los verdaderos problemas vienen de la política, desde luego. Porque, aunque nadie alcance a precisar cuánto le corresponde a la descentralización en el espectacular crecimiento económico de estos últimos cinco lustros, nadie duda tampoco de que la aceptación de las responsabilidades propias, la proximidad entre administradores y administrados, y la autoconfianza han contribuido -tal y como pone de relieve el estudio de la Fundación de Cajas de Ahorros (Funcas)- a dinamizar al conjunto del país y a revitalizar territorios congelados, orillados por la historia. Esto ha sido un gran acierto.
Un vistazo a cualquiera de las 17 comunidades españolas mostraría la enorme transformación experimentada en estas dos décadas y media, pero es posible que Andalucía sea el ejemplo más elocuente de cómo la autogestión y los fondos de solidaridad estatales y europeos pueden darle la vuelta a la fisonomía de un región, particularmente en el terreno de la sanidad, la educación y las infraestructuras, los tres grandes elementos de cohesión de la España autonómica.
Como torcerle la mano al destino
"Para nosotros, los andaluces, la autonomía ha sido como torcerle la mano al destino", enfatiza José Antonio Griñán, consejero de Economía del Gobierno andaluz. "Hemos pasado de ser una comunidad que se despoblaba masivamente -1,9 millones de andaluces emigraron entre los años cincuenta y ochenta- a acoger inmigración. En el año 1980 teníamos todavía paludismo, lepra y polio, una tasa de actividad femenina del 20% y tardábamos 12 horas en ir de Almería a Huelva. Ahora crecemos más que la media española, tenemos 10 universidades, un 72% de la población con estudios secundarios o universitarios y una tasa de paro del 15% que es, en realidad, la más baja de nuestra historia reciente. Pero este cambio tiene tal calado", subraya, "que va más allá de la estadística porque ahora Andalucía se siente dueña de su destino, hemos recuperado la confianza en nosotros mismos".
Del estudio de los presupuestos comprendidos entre los años 1990 y 1997 se deduce que las ayudas para el desarrollo regional, que tanto dan que hablar a quienes se mueven entre los estereotipos de los agravios entre comunidades, no superaron, en ningún caso, el 1,1% del PIB. Y que la partida más importante, la del Fondo de Compensación Interterritorial (FCI), destinada a financiar inversiones productivas en las regiones más atrasadas, supuso, en cifras equivalentes a 1999, una suma de 154.590 millones de pesetas. A su vez, la reducción impositiva que se aplica en Canarias para compensarla por los problemas derivados de su insularidad ascendió en esos años a 126.110 millones de pesetas, algo menos que el famoso plan de empleo rural (PER), el subsidio agrícola reservado a los trabajadores del campo de Andalucía y Extremadura, que tuvo un coste medio anual de 130.463 millones de pesetas. El apoyo a la explotación minera asturiana no rentable motivó un desembolso equivalente en 1999 a 66.649 millones de pesetas. Son ayudas que en gran medida se financian con los fondos estructurales europeos (337.884 millones de pesetas en 1999) y que tienen su futuro comprometido tras la ampliación de la Unión Europea.
Descentralización financiera
La incorporación de nuevos países con rentas más bajas ha reducido sustancialmente el nivel medio de renta por habitante de la Unión, con lo que regiones como Asturias, Murcia, Ceuta y Melilla, y quizá también Castilla-La Mancha -no así Extremadura, Andalucía y Galicia-, perderán probablemente sus ayudas europeas. Sin compartir las opiniones de quienes piensan que en estas regiones está ampliamente asentada la cultura de la subvención y de la picaresca, el profesor De la Fuente se pregunta si el conjunto de esas ayudas no resulta excesivo, vista la buena situación en inversión pública territorial de regiones como Canarias y Asturias. De otro lado, el PER ya no juega el decisivo papel que desempeñó años atrás cuando contribuyó a evitar la despoblación y mantener la vida de muchos pueblos andaluces.
Ciertamente, España está poco acostumbrada a discutir sobre los dineros públicos y es posible que la iniciativa catalana contribuya a retirar esa especie de manto ruboroso que, a menudo, envuelve falsamente el asunto del dinero de todos. Pero ¿tiene sentido que los políticos aticen la animadversión entre comunidades enzarzándose en reproches porque la Seguridad Social andaluza preste servicios de ortodoncia a los niños menores de dos años y practique operaciones de cambio de sexo, o porque Cataluña disponga de policía propia y se gaste 100 millones de euros en la construcción del Museo de Arte Románico? ¿La disposición a ofrecer mejores prestaciones a sus ciudadanos no debería de ir aparejada de la decisión de aumentar los impuestos o de reducir los gastos? "Igual hay más pobres aquí que en Andalucía; tenemos barrios deprimidos, un problema de infraestructuras que constriñe nuestro crecimiento", se quejan los políticos catalanes. "También nosotros tenemos barriadas deterioradas, muchas, y qué tal si le echamos un vistazo a nuestros salarios medios y a las pensiones que están muy por debajo, ya no de las catalanas, sino de la media española", responden los políticos andaluces.
Visto el panorama, especialistas en financiación autonómica como José Víctor Sevilla y Ángel de la Fuente aconsejan una nueva descentralización financiera que haga que las comunidades se responsabilicen plenamente de sus gastos e ingresos, sin tener que recurrir permanentemente a la Hacienda central. Pero también la Administración central siente la tentación de continuar manejando, como hasta ahora, el mecanismo de los impuestos.
Por antipático que resulte el oficio de recaudador, manejar la cuchara grande de los impuestos le otorga al aparato central del Estado un poder de hecho y un margen de maniobra político muy útil cuando se trata de apagar los fuegos autonómicos -las deudas "históricas" que surgen en España cada 15 años- y de contentar a las comunidades "amigas", o sea: las que preside el partido que ocupa el Gobierno central. Ha hecho falta que José Luis Rodríguez Zapatero llegara a La Moncloa para que Andalucía cobrara efectivamente los 2.500 millones de euros pendientes por el desfase en el reparto financiero y los 1.200 millones de euros derivados de la contabilización en el censo de una población de 400.000 personas.
La otra "deuda histórica", la que se prepara ya para Cataluña, viene derivada, también, del diferencial de población registrada a unos y otros efectos. Y es que la Consejería de Sanidad cuenta con 7,1 millones de tarjetas sanitarias, cuando la población catalana censada por el Instituto Nacional de Estadística (INE) es de 6,7 millones.
Problema creado por los políticos
En este terreno, no deja de sorprender la desenvoltura con que se maneja la idea de que los criterios objetivos están sujetos a un elevado margen de discrecionalidad y al peso de la coyuntura política. Porque no se dice que el Estado o el Gobierno central ha satisfecho la deuda. Se dice, y no es una forma coloquial de hablar, que "ZP nos ha dado 3.700 millones de euros, mientras que Aznar no nos dio ni agua; ni siquiera recibió a Chaves en La Moncloa". Un precedente clamoroso lo estableció la candidata del PP a la presidencia de la Junta de Andalucía cuando prometió que si ganaba las elecciones abonaría a Andalucía los 2.500 millones de euros comprometidos por el ministro Arenas un año antes.
No es posible que un Estado medianamente serio dé pábulo a que se interprete que actúa al albur de sus afectos o intereses políticos, o que facilite siquiera el deslizamiento del lenguaje hacia el pantanoso terreno de las simpatías o antipatías autonómicas. No parece serio, salvo que haya decidido convertirse en una pieza más del puzzle autonómico y no en el arquitecto y ejecutivo central, en el garante de los principios constitucionales de igualdad, solidaridad y autonomía.
Hay quienes opinan, y no faltan políticos de muy distinto signo, que las tensiones centrífugas que agitan el sistema es un problema creado artificiosamente por algunos políticos, por los nacionalistas, desde luego, pero también por aquellos que por intereses propios y oportunismo político se habrían apuntado a las palabras mágicas de las balanzas fiscales y la territorialización y habrían hecho propias la célebre frase del lehendakari Ibarretxe: "¿Qué hay de malo en ello?". Según eso, avalado por las encuestas que certifican que la obtención de un mayor autogobierno nunca ha sido una prioridad en las demandas de los españoles, tampoco en Euskadi y Cataluña, la oferta habría creado la demanda, la oferta de ese modelo de político populista en boga que encuentra su verdadera función en la obtención para su territorio de las máximas ventajas al margen de los intereses generales. Es el político que va a "Madrid" exclusivamente a reclamar y que a su regreso denuncia airadamente que vuelve con las manos vacías o expone sus conquistas como trofeo.
Una dinámica que arrastra
Su discurso es el discurso del chantaje continuo: si "Madrid" no le da lo que pretende, él desvela el "verdadero rostro del centralismo"; si lo consigue, declara una tregua verbal, sólo una tregua a la espera de la siguiente oportunidad. Nunca se compromete en el proyecto general si no es para defender lo suyo, y lo suyo son los caladeros de votos, la defensa populista de su territorio, las encuestas que preguntan a la gente si quiere más y mejor, sin advertirle de las consecuencias que esa dinámica supone. El sentimiento de desafección o aversión hacia la idea de España que emiten los nacionalismos periféricos estaría haciendo el resto.
"No se puede ignorar", comenta el portavoz del PSC, Miquel Iceta, "que hay otros partidos que empujan en este proceso porque quieren ir más lejos. Lo que yo le digo a Carod Rovira es que merece la pena intentarlo y que, si no funciona, los hechos le habrán dado la razón y él podrá entonces reclamar la independencia. Al contrario que los vascos", añade Miquel Iceta, "nosotros no pretendemos ganar por goleada".
Vistas las reacciones, las esperanzas de los socialistas catalanes descansan, sobre todo, en la receptividad que les ha mostrado hasta ahora José Luis Rodríguez Zapatero. "ZP es el único que nos entiende; es el único, por lo visto, que comprende este modelo federal que proponemos", apunta Antoni Castells.
En el PSC se otorga también significación a los comentarios sobre el deterioro urbanístico y medioambiental de la zona del Carmel efectuados por el presidente del Gobierno en su última visita a Barcelona. En cualquier caso, la capacidad de comprensión de Rodríguez Zapatero no le impidió la semana pasada advertir a Maragall que el modelo de financiación "lo decide todo el país".
Sea como fuere, entre los políticos y los intelectuales españoles se ha abierto la duda de si el actual Estado de las Autonomías puede sobrevivir a su cuestionamiento y replanteamiento permanente en una dinámica sin fin que arrastra sin ganas a la mayoría de las comunidades y que no tiene más horizonte que la disolución en una Europa cargada, por otra parte, de incógnitas. Y es que España, entendida sin aspavientos ni mitos como una realidad cultural, social, económica y política, plural y razonablemente solidaria, existe también para una gran mayoría de los ciudadanos del Estado autonómico.
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