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Columna
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Más felices que cultos

Una encuesta reciente de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) sitúa a los valencianos -también de Castellón y Alicante- por debajo de los índices medios nacionales en punto a prácticas y hábitos culturales. No creo que los datos sorprendan a ningún vecino medianamente observador e ilustrado. Tampoco la muestra es novedosa, pues reitera otras que han revelado asimismo este desfase entre lo que creemos ser y realmente somos. Una diferencia que solemos olvidar a fuerza de vocearnos como el país -y paisanaje- más envidiable del mundo mundial, tal cual nos describe con sorna un periodista lúcido.

No voy a escudriñar la raíz del fenómeno, que concierne al sociólogo o a los cenáculos académicos antes que al comentarista. Lo cual, además, me eximirá de incurrir en naderías u obviedades. Pero estando como estamos en vísperas de la Feria del Libro, que como cada año nos concita en el Jardín de Viveros, creo que pueden ser pertinentes algunas consideraciones relativas y exclusivas del ámbito de la lectura y política o políticas que han desarrollado a este respecto los sucesivos gobiernos de uno u otro color.

Por lo pronto, y a riesgo de que desde instancias mejor informadas obliguen a envainármela, lo primero que procede decir es que esta parcela de la lectura, su promoción y consecuente atención al universo editorial, ha venido siendo un capítulo subalterno en los programas de los sucesivos titulares de la Consejería de Cultura. No diré yo que se haya soslayado o negado algún que otro subsidio, posiblemente acorde con los distribuidos en otros beneficiarios del viático público, pero lo cierto es que nunca se ha puesto el énfasis -y los recursos económicos- que requiere este apartado que consiste en fomentar el gusto por el libro.

No voy a evocar aquí el memorial de agravios burocráticos o trabas a este certamen ferial que hemos citado, ni siquiera la avaricia -y arbitrariedad- con que se han administrado las ayudas a la edición en valenciano, ni siquiera glosaré el espectacular desdén por el libro que han exhibido los medios informativos de titularidad pública, aparentemente en manos de los adversarios de la letra impresa, si bien es sabido que no era así: se debe tan solo a que los gestores y sus superiores jerárquicos, los políticos, son analfabetos funcionales o interesados. Piensan que cuanto más se lee más se critica.

El corolario de este proceder se traduce en esos siete puntos que nos separan de la media española de lectura, ya de por sí modesta en el ámbito de los países cultos. Leemos menos libros y menos periódicos, lo que confirma un desamor indiscriminado, eso sí, por la letra impresa. Unas cifras que, a la postre, son más escandalosas, pues expresan únicamente el promedio estadístico. La realidad es que son pocos los que leen más o mucho, y multitud los que pasan del libro y del diario. Basta con observar las esmirriadas bibliotecas del vecindario y el pobre consumo de rotativos. Pero es una multitud feliz, encandilada con los museos que no visita, con los auditorios que congregan a la misma minoría, y contenta con la política cultural más propensa a los alardes con repercusión mediática que al cultivo del ciudadano. Una política que, todo sea dicho, en el colmo de su ineficacia y en estos momentos no se sabe si está o se le espera, de tan ausente.

En todo caso, y como cada abril, nos veremos en la Feria.

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