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Columna
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La paloma

Manuel Vicent

La paloma está asociada al candor de la niñez, a los arrumacos del amor adolescente, a la compañía del viejo solitario que le echa migas de pan en el parque. Su mitología se inició cuando Noé soltó una paloma desde el arca en medio del diluvio universal y ella volvió por la tarde trayendo en el pico una rama de olivo con hojas verdes. Las aguas habían bajado de nivel, la vida volvía sobre la tierra, la ira de Yavhé se había aplacado. Picasso la convirtió en el símbolo político de la paz, aunque mucho antes ya había alcanzado la máxima categoría al representar oficialmente al mismo Espíritu Santo, que inspira a los cardenales en la elección del Papa. La edad de la inocencia perdura mientras uno cree que la paloma es un ave dulce e inofensiva, pero llega el día en que descubres que se trata un animal sucio, agresivo, trasmisor de enfermedades, cuyas heces absolutamente corrosivas pueden destruir una catedral. Uno de mis hermanos tenía palomas deportivas y en el tejado de casa había un palomar. De niño, con la salida del sol, su zureo siempre se unía a mi último sueño y después acompañaba a la acción del estropajo con que mi madre me fregoteaba ante el espejo del aguamanil, a la leche del desayuno, al sonido de los lápices dentro del estuche cuando corría hacia la escuela. Tumbado boca arriba con las manos en la nuca, por la tarde veía volar la bandada detrás de la hembra, que a veces trazaba una comba sobre el mar para posarse después en la ladera del monte. Desde muy lejos podía descubrir cuál de todos era Mambrú por sus alas pintadas de verde y rojo, que eran los colores de nuestra bandera. Pese a que asistía todos los días al furioso apareamiento de los palomos en sus jaulones malolientes y sabía que su violencia llegaba al extremo de matar a los hijos cuando la sangre de una herida los cegaba, al tenerlos en mis manos el latido de su corazón me parecía la expansión de un amor que alcanzaba a todo el mundo. Pero un día la vida te hace saber que los excrementos de las palomas corroen hasta los metales y que la acidez aguda de su urea constituye una amenaza de muerte para cualquier iglesia o monumento. Contra esta rata del cielo luchan muchos organismos oficiales con distintas armas. De hecho, si el Espíritu Santo fuera realmente una paloma no podría descender hasta la Capilla Sixtina cuando los cardenales la invoquen en el Conclave. Todo el Vaticano está perfectamente equipado con un sistema de radiaciones que la volverían loca si trataba de posarse en cualquiera de sus tejados.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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