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La belleza del físico mundo, los horrores del mundo moral

En diciembre de 1961, durante mi primer viaje a Cuba en calidad de huésped de Carlos Franqui, director entonces del diario Revolución, órgano del Movimiento 26 de Julio, conocí, entre sus colaboradores y amigos, a Walterio Carbonell. Delgado, pequeño, prieto prieto, como dicen en la isla, vestía siempre con una estrafalaria elegancia: traje oscuro, camisa blanca, corbata, unas prendas que conservaba de su breve paso por la diplomacia, cuando, tras la caída de Batista, fue nombrado embajador de su país en Túnez. Aquel disfraz de problemática seriedad me hacía pensar a veces en los filmes mudos de Chaplin.

Nacido en Jiguaní, bisnieto de los esclavos africanos importados por la sacarocracia cubana tan bien descrita por el historiador Moreno Fraginals, Walterio había cursado estudios universitarios en su país, antes de obtener una beca en Francia a mediados de los cincuenta y hacerse famoso por colgar la bandera del Movimiento 26 de Julio en lo alto del Arco de Triunfo en los meses que precedieron a la entrada de los barbudos en La Habana y la huida del dictador. Tras su cese en el puesto de embajador -atribuido, según se decía, a un accidente de automóvil por conducción temeraria-, había regresado a Cuba y permanecía en paro, como muchos otros intelectuales y escritores en aquellos tiempos de transformaciones rápidas y de incertidumbres tocante al rumbo que tomarían los acontecimientos, Walterio era inteligente, chistoso y desordenado. Acababa de imprimir por cuenta de autor un librito titulado Cómo surgió la cultura nacional y había escrito un ensayo, Nicolás Guillén y la cultura nacional, que no obtuvo el nihil obstat y, por aquellas fechas, permanecía inédito (ignoro si se imprimió luego).

Walterio me acompañaba a menudo por los bares de Jesús María y fue mi guía en los barrios de Regla y Guanabacoa, en donde asistí a varios plantes ñáñigos y trabé amistad con algunos miembros de la sociedad secreta abakuá. El sincretismo religioso afrocatólico -estudiado por escritores y antropólogos como Fernando Ortiz, Lydia Cabrera y Julio Le Riverend- nos apasionaba a los dos y, de vuelta a La Habana, a bordo de las carrozas que cruzaban la bahía, íbamos al Parque Central a escuchar los discursos de "catedráticos" y oradores improvisados sobre las bondades y promesas del comunismo. El adjetivo "dialéctico" andaba ya en todas las bocas y se aplicaba con prodigalidad a cualquier hecho o situación de la vida diaria.

En el curso de mi viaje a la provincia de Oriente organizado por mi anfitrión, Walterio Carbonell desempeñó el papel de mentor. Un mentor a la vez sabio y disparatado: en lugar del hotel para invitados ilustres -un tres o cuatro estrellas construido para un turismo a la sazón inexistente-, me llevó a una casa de vecindad, cuyas habitaciones daban a un patio común y sus huéspedes intercambiaban visitas a lo largo de la noche. Todos -mujeres y hombres- eran morenos y mi pinta de blanquito despertaba una regocijada curiosidad. Lo mejor del viaje -fuera de una tumultuosa sesión literaria en la universidad, en la que fui presentado como autor de La colmena y de Cantos del Níger- lo debo a la iniciativa de Walterio de conducirme a la sede de la Asociación Caridad del Cobre, formada por descendientes de esclavos haitianos refugiados en Cuba tras las matanzas subsiguientes a la rebelión de 1804. Allí, presencié los ensayos de la tumba francesa, una ceremonia extraordinaria que evoca Los negros, la obra teatral de Jean Genet: los comparsas bailan de forma paródica los minués de sus amos, los africanizan poco a poco y concluyen con un desmadre de contorsiones y gestos que simbolizan su retorno a África. Cuando, en 2003, la Asociación Caridad del Cobre presentó su candidatura al jurado de la Unesco encargado de elegir y premiar a las que merecían ser declaradas Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, tuve la satisfacción de contribuir a recompensar a aquella manifestación artística que descubrí cuarenta y dos años antes gracias a Walterio.

En su libro de difusión escasa y que, según me dijeron, desapareció poco después de mi estancia de las librerías y bibliotecas públicas, Carbonell interpreta la cultura cubana como resultado de la confrontación entre lo español y lo africano y rechaza con razón el término "afrocubano", que identifica lo cubano con la herencia peninsular: "Arrancamos con culturas prestadas, de España y de África, que originariamente no elaboramos (...) en nuestra cultura hay más de español y de africano que de auténtico nuestro (...) África ha facilitado el triunfo de la transformación social del país. Esto no quiere decir que España haya desaparecido: España se ha africanizado".

Sus tesis negristas chocaban con el marxismo-leninismo recién importado. En su crítica a Nicolás Guillén, presidente por entonces de la recién creada Unión de Escritores, le reprochaba su desatención a la evolución fonética del habla cubana (fuera de los poemas juveniles de Motivos de son) y su adaptación un tanto forzada al octosílabo y endecasílabo representativos del modelo ideal del lenguaje. A consecuencia de ello, decía, la literatura no respondía a menudo a la corriente lingüística real, y la corriente lingüística real, sobre todo en el campo fónico, no alcanzaba a crear una literatura y vegetaba en el ámbito del folclor: "Hacia el final de la primera mitad del siglo XIX los poetas se encontraron con dos corrientes culturales dentro del país, la negra y la blanca, y decidieron pasar por encima de la cultura negra como si no existiera (...) En la poesía de estos hombres (Plácido, Zenea, Martí, etc.) apenas hay una alusión a las condiciones sociales del negro (...) Son poetas nacionales para los blancos, pero no para los negros, en una época en que los últimos eran más numerosos que los primeros".

Apuntando a la orientación del Consejo Nacional de Cultura y a sus tesis, traspuestas mecánicamente del cuerpo doctrinal de Lenin, acerca de la "recuperación" del pasado cultural burgués -José de la Luz Caballero, ironizaba, no es León Tolstoi- concluía: "Sin embargo, los nacionalistas de hoy pretenden que esta poesía emocione también a los negros".

Las tesis de Walterio Carbonell eran ciertamente discutibles. Pero no se discutieron. El autor y su obra fueron conde-

nados a la inexistencia, barridos a los márgenes de la nueva sociedad. Walterio siguió haciendo de las suyas, con el humor serio que le caracterizaba. En uno de sus habituales ejercicios de didascalia televisiva, el Líder Máximo había anunciado la compra e importación de vacas suizas -una iniciativa que iba a facilitar, afirmaba, el rápido acceso a la leche de todos los niños de la isla-, y mi amigo aprovechó la presencia del Comandante en un recinto universitario para espetarle: "¡Tus vacas están tuberculosas!". Castro pidió al audaz perturbador que se identificara y Walterio Carbonell lo hizo con el aplomo digno de un Charlot en sus mejores momentos. Desdichadamente, la escena no fue filmada, pero a consecuencia de ella, el aguafiestas fue enviado durante un par de años a cortar caña. Por una cruel ironía de la historia, él, el negro negrista, había recaído en la humillante condición de sus antepasados: sudaba de sol a sol, dormía en una cabaña y compartía la ración diaria de arroz con frijoles con sus compañeros de trabajo forzado. Allí le visitó por sorpresa -merced a las indicaciones precisas de la compañera de Walterio- mi hermano José Agustín en uno de sus viajes. Walterio, me dijo, lloró de emoción al verlo. Eran los tiempos de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) y de la "zafra gigante".

El caso Padilla y sus posteriores coletazos interrumpieron mis comunicaciones con la isla. Procuraba, eso sí, a través de otros viajeros, informarme de la suerte que corrían mis amigos que no habían querido o podido exiliarse. Durante más de diez años no supe nada de Walterio, liberado de la servidumbre de la zafra, pero reducido al silencio y a la invisibilidad. A mediados de los ochenta recibí al fin una carta suya. Me decía en ella que las cosas habían cambiado, las ceremonias de los ñáñigos y lucumíes florecían de nuevo, los homosexuales eran respetados y, como colofón de este cuadro optimista, añadía que estaba seguro de que mi visita sería bienvenida por parte de la Unión de Escritores y el mundo oficial. Conociendo, como conozco, el nulo margen de libertad de que disponen en Cuba los intelectuales de un pasado como el de él, comprendí que se trataba de una oferta venida de lo alto y de la que Walterio era un mero instrumento. En mi respuesta, le manifesté mi satisfacción por los cambios que señalaba, pero descarté la sugerencia de verle en Cuba. ¡Ojalá, le dije, podamos vernos un día en España!

Más descorazonadora fue la misiva, transmitida personalmente por un colega suyo, durante un coloquio de escritores celebrado en Mollina en 1992: vivía en la miseria y pedía que le comprara camisas, pantalones, zapatos, cuantas prendas de ropa pudiera, pues las suyas estaban rotas o roídas hasta la trama. Cumplí el encargo y le animé, también por escrito, a que aprovechara cualquier oportunidad que tuviera de mantener el contacto conmigo. Un diplomático le visitó a instancias mías y me pintó un retrato desolador: Walterio, ya viejo, subsistía sin esperanza de futuro alguno, resignado a su cruel atropello por el carro impasible de la historia. El cimarrón del orden revolucionario, el heredero de la rebeldía de sus ancestros mambises, había recaído en la opresión contra la que éstos lucharon. Hoy me confirman su muerte, víctima del ostracismo y olvido: una más de este vasto cementerio de sueños deshechos de un país, como Cuba, en el que convergen, en palabras de uno de sus poetas, y "en el grado más alto y profundo, / la belleza del físico mundo, / los horrores del mundo moral". Los versos de Heredia figuran en un conmovedor ensayo de Mea Cuba, la obra del gran novelista Guillermo Cabrera Infante, recientemente fallecido en el exilio.

Juan Goytisolo es escritor.

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