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EL FIN DE UN PAPADO

Roma, capital del mundo

La capital italiana, que se recupera de días de grandes emociones y multitudes, se siente satisfecha de su papel en la muerte del Papa

Enric González

El alcalde de Roma, Walter Veltroni, lucía ayer una de esas sonrisas que suelen atribuirse al consumo de estupefacientes o a las culminaciones sexuales. "Me ha llamado el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, para felicitarme", anunció. A Veltroni y a Roma les llovían las alabanzas. Por una semana, la semana trágica y prodigiosa en que murió el papa Juan Pablo II y tres millones de personas quisieron despedirle personalmente, una de las urbes más problemáticas de Europa recuperó su vieja majestad de caput mundi, capital del mundo, y encajó el vendaval con una eficiencia y una generosidad que ya no se le suponían. Hubo picaresca y abusos, pero también, en medida mucho mayor, un inmenso corazón colectivo.

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Los acontecimientos multitudinarios se preparan con mucho tiempo y mucho dinero. Recuérdese la antelación con que se dispone un proyecto olímpico. Roma tuvo que arreglarse con dos días y cinco millones de euros. La hipótesis de un fallecimiento papal era algo remoto, un acontecimiento inevitable que ocurriría en un futuro indeterminado, hasta la noche del 31 de marzo, cuando el portavoz del Vaticano, Joaquín Navarro-Valls, anunció que Juan Pablo II sufría una infección en las vías urinarias, fiebre alta y caídas de presión arterial. Esa misma noche, el prefecto (delegado del Ministerio del Interior) de Roma, Achille Serra, recibió una llamada telefónica de una alta autoridad vaticana: "Preparaos, el Papa se muere".

¿Qué hacer? No se podía prever la fecha exacta del fallecimiento, ni cuántos acudirían a las ceremonias fúnebres. Además, había que mantener el dispositivo de las elecciones regionales y municipales del 3 y el 4 de abril. El alcalde Veltroni y el prefecto Serra tomaron tres medidas de urgencia: reunieron todas las tiendas de campaña que pudieron conseguir, marcaron en el mapa las plazas y explanadas capaces de acoger campamentos y autocares y trazaron un plan de montaje de maxipantallas en distintos puntos de la ciudad. Eso fue todo. Lo demás había de dejarse, por el momento, a la suerte y a la buena voluntad de todos.

Roma, con 2,5 millones de habitantes, un metro simbólico (construir un túnel equivale a destruir un tesoro arqueológico subterráneo), una infraestructura hotelera mucho peor que la de Madrid o Barcelona y un centro de callejuelas medievales, podría parecer el peor lugar del mundo para acoger grandes acontecimientos. Pero Roma también está habituada a las batallas campales de los tifosi en el Estadio Olímpico, a la prohibición de utilizar el automóvil (casi todos los domingos del invierno han sido peatonales, por la altísima contaminación ambiental), a las soluciones improvisadas y a campare como se pueda.

Un Papa poco crédulo

Roma, además, inventó el turismo. Dos milenios atrás era la maravilla del mundo y atraía a miles y miles de visitantes. En el año 1300, el pintoresco papa Bonifacio VIII (el único pontífice que no creía en la resurrección de Cristo ni en la vida eterna; otros papas, pensando más o menos lo mismo, se lo callaron) instituyó el primer Jubileo y atrajo a la ciudad a 30.000 peregrinos diarios, tantos como habitantes, durante todo un año. Fue un invento para sacar dinero de los fieles, una obscenidad que horrorizó al joven Dante Alighieri, uno de los que picaron (se vengó colocando a Bonifacio en el infierno en La Divina Comedia), pero habituó a la urbe a las invasiones pacíficas. A las otras ya estaba acostumbrada.

Además de la familiaridad con las masas foráneas, Roma contaba, para enfrentarse a la gloria póstuma de Juan Pablo II, con un papismo casi genético. El Papa fue soberano absoluto de Roma hasta 1870, y aún se nota. Por otra parte, las muertes de los papas siempre comportaron multitudes: el duelo por Wojtyla fue mayor, pero no distinto a otros. Aunque esos antecedentes no bastaban para predecir el éxito, permitieron a Veltroni y a Serra afrontar los acontecimientos con cierto optimismo.

Karol Wojtyla falleció el sábado 2 de abril. Desde ese momento hubo que improvisar. Los números totales enumerados ayer por Veltroni podían sugerir un evento calculado al minuto: dos millones de botellas de agua distribuidas al público, 134 vuelos regulares cancelados, mil trenes especiales, más de 4.000 autocares, 3.500 retretes químicos, 27 maxipantallas... Todo se hizo sobre la marcha y con sólo cinco millones de euros, lo que se había podido rebañar del fondo municipal para emergencias.

Protección Civil fue movilizando voluntarios hasta superar los 20.000. Los guardias municipales jubilados fueron llamados uno a uno y colocados en cruces urbanos o teléfonos de emergencia. La Guardia de Finanzas se movilizó para multar a quienes quisieron hacer su propio jubileo cobrando el café y los bocadillos a precio de champán y caviar.

Los conductores de autobús renunciaron a los turnos de descanso. Los 300 jardineros municipales asumieron responsabilidades propias de un jefe de negociado. El miércoles por la tarde, con dos millones de peregrinos en el Vaticano y la ciudad al borde del colapso, se alcanzó la tensión máxima, pero nadie perdió los nervios. La cooperación entre administraciones fue total, pese a que la derecha (Gobierno y región) y la izquierda (Ayuntamiento) estaban atacándose con la ferocidad propia de las campañas electorales. Y los peregrinos se portaron como tales: gente pacífica, cooperante, que cuando protestaba lo hacía civilmente y no molestaba más de lo necesario.

Incluso el tiempo soleado ayudó. La lluvia no cayó hasta ayer, cuando Roma recobraba una situación más o menos normal y se sentía otra vez, después de tanto tiempo, caput mundi.

Una pareja contempla, un día después del funeral de Juan Pablo II, la basílica de San Pedro en el Vaticano.
Una pareja contempla, un día después del funeral de Juan Pablo II, la basílica de San Pedro en el Vaticano.REUTERS

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