De Alberti a las bodegas
El poeta intenta revisitar su pueblo, El Puerto de Santa María (Cádiz), con los ojos de un forastero
Cuando uno vuelve a su tierra, de la que empieza a estar ausente la mitad de su vida (la mitad más interesante pero menos importante) se pregunta a menudo si vuelve como vecino o como turista. Me he preguntado esto muchas veces mientras llegaba el Talgo a la estación de El Puerto de Santa María, en ese momento en que dejando a un lado el río Guadalete se empieza a ver la mole rectangular de cemento del antiguo penal, que sigue pegado a la iglesia gótica de la Victoria, una de las más encantadoras de esta zona quizá por estar medio derruida y en un descampado.
No es extraño que uno sienta la misma contradicción aparente de estos dos edificios, unidos desde hace cien años y sin embargo diametralmente opuestos igual que el primer día, sentimientos contrarios que nos hacen de alguna forma más extranjeros en nuestro propio pueblo. Es normal que algunas de las coplas con más gracia, ironía y dramatismo que se hayan escrito nunca surgieran justo aquí de entre los presos, y que algunos entendidos en la materia hagan de este edificio híbrido un lugar emblemático para el flamenco.
La ansiada llegada a la estación, donde invariablemente está mi padre esperándome, me recuerda que no llego ni como vecino ni como turista sino como el hijo pródigo de la hermosa parábola evangélica, que vuelve a casa devastado por la mala vida que proporciona cualquier ciudad con más de 800.000 habitantes.
Cuantas veces, en cambio, me disfrazo de turista para volver a ver lo que la costumbre ha transformado casi en invisible. Decía Borges que lo mejor de la literatura es la relectura, pero que desgraciadamente para releer tenía uno que haber leído antes. Eso es lo que me pasa a mí con el turismo en general y con mi pueblo en particular. De ahí que me guste tanto pasearme por El Puerto para releer en sus calles parte de su vieja historia y parte de la mía.
Al recibir visitas de amigos casi nunca me siento con fuerzas de llevarles a lo que cualquiera podría considerar el recorrido cultural. Es decir, a la Iglesia Prioral, que alberga a la bellísima Virgen de los Milagros, cuya devoción se remonta a los primeros momentos de la Reconquista, o al Castillo de San Marcos que empezó a levantar el sabio Alfonso X en el siglo XIII y que quizá sea nuestro monumento turístico por excelencia.
Más famosa aún es la plaza de toros, construida en 1880 con una capacidad para 13.000 espectadores, que era entonces el número de habitantes del Puerto. Este detalle, que nos encanta repetir a los foráneos cada vez que podemos, demuestra que el señorío en gestos como éste, en las actitudes elegantes ante la vida puede ser patrimonio de un pueblo como la similitud genética es consustancial a una determinada raza. El igualmente sabio Joselito dijo, con toda razón, que ", como recuerda un azulejo colocado en un rincón de la puerta grande.
El Puerto está repleto de bodegas. Las catedrales del vino se levantan como verdaderos monumentos arquitectónicos en los que se custodia ese ejército silencioso de botas -por cierto, de 500 litros cada una- unas puestas encima de otras, formando esos pasillitos sombríos en los que perderse laberínticamente al olor del vino es un pasatiempo que produce a partes iguales una intensa melancolía y un estado de ánimo que se podríamos calificar de glorioso.
Además, para mí este pueblo son las visitas a casa de Rafael Alberti. Mi padre lo conoció personalmente cuando nombraron al ilustre poeta miembro de la centenaria y siempre nueva Academia de Santa Cecilia, y a partir de ese momento se hicieron bastante amigos. Cuantas veces se explayaba con mis preguntas sobre Picasso, Neruda, la vida bohemia de Roma... y soportaba mi impertinente curiosidad sobre la Guerra Civil, Borges, Dalí. Ahora han remozado su fundación, que se ha quedado como uno de los lugares aconsejables para no perderse, llena de primeras ediciones, cartas de gente importante, de premios, de fotos recibiendo esos premios y de esos cuadros increíbles y fantásticos que hacía pintando sus propios poemas.
Suelo para despedirme, antes de coger el triste Talgo de vuelta, ir a la playa de la Puntilla que tiene unas cuantas razones más que suficientes para merecer la visita. Es, primero, una de las mejores playas de El Puerto, y no sólo lo digo por que tenga palmeras en la arena (que da a nuestro aburrimiento un prestigioso deje caribeño), sino por que es larga y ancha, solitaria, tranquila de ruidos y de olas y, encima, está pegada a la desembocadura del Guadalete. El paseo por el espigón que divide la playa y el río es quizá poco recomendable, por que el viento levanta la arena o por no estar demasiado limpio, con papeles, bolsas, piedras, cristales..., y sin embargo tenemos que reconocer que merece absolutamente la pena. La brisa húmeda y el rumor inmenso del mar nos embarga, mientras que el río, ése símbolo del tiempo y de nuestras vidas, se muere delante de nosotros con una lentitud sobrecogedora.
Es emocionante esta vista como recuerdo último, pues mientras se mira el irremediable final del río que nos arrastra hacia el mar podemos volver la cabeza para comprobar que no se va uno del todo, que las mismas aguas que mueren en la desembocadura vuelven poco después a la orilla de la playa de al lado, llevadas por la marea de la misma forma que vuelve el hijo pródigo a la casa del padre llevado por las manos de la misericordia.
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