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Columna
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La dictadura más respetada

Una de las derivaciones de la marea de información sobre el catolicismo que ha propiciado la muerte de Juan Pablo II ha sido la de la situación de la religión en China. Juan Pablo II no pudo visitar ese país y últimamente se ha elucubrado sobre la posibilidad de que el Papa hubiera nombrado a un obispo chino cardenal in pectore (cardenal cuya identidad aún no se ha hecho pública, y que sólo tendrá los derechos de tal cuando esa circunstancia se produzca), nombramiento cuya ocultación se justificaría, en este caso, por la intensa persecución religiosa que se vive en China.

Ya desde los tiempos del maoísmo el Gobierno chino ha organizado las diferentes confesiones religiosas en unas unidades "patrióticas" férreamente controladas por las autoridades. Una de esas iglesias patrióticas corresponde al catolicismo, a cuyos miembros se les permite pensar en el Papa como en un vago guía espiritual, pero en modo alguno verse sujetos a su jerarquía, ni siquiera a efectos de organización interna. Es obvio que ello ha desencadenado la persecución de los leales a la iglesia romana y con ella el encarcelamiento de los sacerdotes y obispos que hubieran permanecido fieles a su iglesia de origen. Pero esta reflexión, de todos modos, no quería ir por lo religioso sino utilizarlo como un botón de muestra acerca de la insultante omnipotencia de los gobernantes chinos y de la indulgencia de que disfrutan por parte del resto del mundo, especialmente de Occidente.

China hoy mantiene un régimen político de partido único, ejecuta miles de penas de muerte cada año, realiza alegremente genocidios étnicos, reprime cualquier forma de oposición, se permite declarar públicamente su "derecho" a invadir otros países (como ha anunciado recientemente con Taiwán) e incluso, en el colmo de la invasión sobre la conciencia individual, aún practica la persecución religiosa. Se trata del régimen más infame de todos los que hoy existen sobre la tierra, con la compañía de su vecino próximo Corea del Norte. Lo curioso es que el mundo desarrollado, tan puntilloso con las violaciones de derechos humanos en Turquía, tan prepotente con el anterior régimen de Irak, tan insobornable a la hora de denunciar los desmanes perpetrados en Cuba, Zimbaue o Venezuela, en Siria, Serbia o Sudán, calla como un muerto (como un muerto colectivo: callamos como un solo y enorme muerto) cada vez que hay que referirse a China.

Cualquier gobierno del mundo que liquidara a miles de manifestantes, como ocurrió en la plaza de Tianamen, cualquier gobierno que mantuviera en la cárcel a religiosos por meras cuestiones de conciencia, generaría un clamor universal que haría imposible su existencia. Rápidamente surgirían movimientos sociales, condenas públicas, denuncias colectivas. Los medios de comunicación no pararían de publicar reportajes y noticias. Los gobiernos democráticos se apresurarían a desencadenar bloqueos o a preparar represalias económicas. ¿Por qué todo esto no sucede en el caso de China, o lo hace en una medida tan ridícula que sus efectos se parecen a los de no haber hecho nunca nada? Sencillamente, porque China es demasiado grande, y el mundo mide su grandeza no por la demografía, sino por estrictas razones económicas.

Cuando China, durante siglos, fue un páramo económico europeos y japoneses se dedicaron a jugar con ella, pero hoy despierta un gran respeto: es un enorme mercado y empieza a ser también un gran productor. Cualquier pequeña Albania sirve hoy día para demostrar nuestro compromiso, personal y colectivo, con los derechos humanos y la democracia. Lo de China, sin embargo, nos supera. Por eso resulta mejor callar.

Callan, callamos sin la más mínima vergüenza. Callan los gobiernos, los empresarios, los comités internacionales deportivos. Callamos nosotros, que nos fotografiamos en la Gran Muralla como si aquello fuera un remedo del paraíso. ¿Qué razón hay para no alzar la voz ante un régimen tan obtuso y miserable? La pasta. Sólo la pasta. Supongo que los analistas internacionales podrían decirlo de forma mucho más sutil, más fundamentada. Pero no dejarían, en el fondo, de hablar de pasta.

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