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¡Que se lo queden!

Empiezo a tener la sospecha, fundamentada en un seguimiento preciso del fenómeno, de que el Ministerio de Defensa es un centro de abducción extraterrestre. Excepto con el inmutable Narcís Serra, con el que debieron fracasar en el experimento, el resto de ciudadanos que han pasado por dicho cargo ha sufrido transmutaciones notables que no sólo han desdibujado su personalidad, sino que los han convertido en seres realmente irreconocibles. Trillo, por ejemplo, era un señor bastante cachondo, que explicaba sus chistes, mandaba sus huevos y hasta era capaz de poner gramática parda a los ojos que se le ponían a don Manuel Fraga cuando veía las piernas de Isabel Tocino. ¡Lo que le costó al núcleo duro imponer a José Mari por encima de Lady Bacon (mote surgido de la fina ironía de Miquel Roca), por culpa de esas piernas! Sea como fuere, a muchos nos costó reconocer, en ese ser abrupto, prepotente, engreído y sobreactuado que era el ministro de Defensa Trillo, al Federico de corte humano que habíamos conocido. Dicen que el hábito hace al monje, pero nunca nos habían hablado del ministerio que hace al hombre. Lo dicho. Después de Trillo y su alargada sombra, llegó el bueno de Pepe Bono, hombre al que, personalmente, tengo en estima muy considerable. Pero el fenómeno volvió a producirse, y ese político amable, heterodoxo y cercano que había dirigido una presidencia autonómica, transmutó, por arte ministerial, en una especie de Mio Cid de las esencias patrias, tan sobrecargado de patriotería medieval, que casi ha convertido su despacho en un templo, y su ideario en una fe. Pura religión. Lejos, pues, de despojar de ideología nacionalista al más delicado de todos los ministerios, y hacer una lectura moderna del cargo, Pepe ha decidido que sea el ministerio de los militares el que le diga a la democracia lo que tiene que hacer con sus símbolos, sus esencias, la carga de su pasado y las hipotecas de su futuro. Y así está el hombre, todo el día dándonos con la bandera española en el cogote, no fuera caso de que nos olvidáramos que hay una España, una, que sólo se concibe desde una concepción premoderna de sí misma. No es que Bono sea el ministro más pepero de los socialistas, sino que es el menos evolucionado, como mínimo en términos de ideología patria.

Con este ministro, pues, nos han dado en las narices, por enésima vez, con las puertas del castillo de Montjuïc. Este periódico publicaba, con profusión de datos, la alarmante noticia del estado de la cuestión, y la cuestión estaba en este estado: ZP se había paseado por Barcelona triunfante y prometiente en las épocas de los amores electorales. "Lo cederemos a la ciudad y haremos un museo de la paz y la tolerancia". Y la mucha paz y tolerancia que habían caído fusiladas entre esos muros, empezaban a tener la sensación de un pequeño respiro. Concebido como lo que siempre fue, un castillo de ataque a la ciudad y no de defensa, su trágica memoria guarda la sangre de centenares de personas, desde los lejanos anarquistas condenados a muerte sin ninguna prueba ni garantías de defensa, y ejecutados a finales del XIX, pasando por el asesinato de Ferrer i Guàrdia y del propio presidente Companys, hasta llegar a las decenas de prisioneros republicanos que cada día eran fusilados entre sus muros. "Cada noche oía los tiros de gracia", decía Juan Lanuza hace algún tiempo. Llegó con 17 años al castillo de Montjuïc, culpable de ser soldado republicano. Sobrevivió entre recuerdos de asesinatos masivos, dolor y muerte. Nos habían hablado, pues, de la cesión completa a la ciudad, del museo de la paz y etcétera. Y gente confiada como somos, nos lo creímos y nos pusimos a trabajar, ayuntamiento arriba, ministerio abajo, limando las asperezas de la cesión de un espacio que era nuestro, pero que parece ser que tenían que cedernos. Cesión sin condiciones, había asegurado ZP cuando Bambi. Pero de la misma forma que también nos prometió dar espaldarazo a la ley especial de Barcelona, y de momento sólo nos enseña las nalgas, la cesión del castillo resulta que ahora tiene hipotecas de obligado cumplimiento. Y ahí aparece el espíritu abducido del bueno de Pepe Bono, reconvertido en Agustina de Aragón de cualquier papel que se mueve en el ministerio. "No habrá concesión sin los siguientes requisitos..." y, patapam, aparece una sorprendente guerra de banderas que nadie se había imaginado, ni nadie tenía intención de crear. De manera que ahora resulta que la ciudad de Barcelona, propietaria legal del castillo, no lo puede regentar si no crea un órgano de dirección con el Ministerio de Defensa y no cuelga una bandera española en el palo alto de alguna atalaya prominente.

Esta es la cosa: lo nuestro parece que es poco nuestro; sólo será nuestro si hacemos lo que queramos, pero haciendo lo que ellos quieren; en el caso de que hagamos lo que quieren, sólo podremos hacer lo que queramos si plantamos banderas cara al sol, en un lugar en el cual, en nombre de esa bandera que quieren plantar, se mató a mucha gente. Barcelona, pues, pasa a ser una ciudad tutelada, incapaz de decidir por sí sola qué quiere hacer con su patrimonio físico y memorístico, y necesitada de la vigilancia de algún símbolo patrio que recuerde que España sólo hay una. Como Españas hay muchas, la ciudad había decidido no liarse con banderas, recuperar el espacio para los derechos cívicos y la memoria democrática, y acabar con un episodio vergonzante que, si no tuviera tanta carga sangrienta, parecería una opereta. Pues no, el ministerio se resiste, nos saca el catecismo del buen patriota, versión épica, y nos trata como la díscola, irreverente y nada de fiar ciudad que parece que somos. ¿Debe ser esta la manera que ZP tiene de entender la cesión sin condiciones, el homenaje a la tolerancia y la paz, y el respeto a nuestra autonomía municipal?

Lo peor es que aún hay gente viva, personas que oían los tiros mientras contaban un día más de vida, y hoy están ahí, recordándonos su silencio; lo peor es que están los hijos, los hermanos, los nietos, incluso las viudas de muchos de los asesinados. Lo peor es que Montjuïc es materia sensible, es territorio frágil, es paisaje que necesitara mucha delicadeza. Lo peor es que este ministerio no ha entendido nada, y su delicadeza se parece al elefante en la cristalería. Lo peor es que nadie tiene intención de crear una guerra simbólica, y la crean los que tendrían que estar más calladitos. Lo peor es que no tiene sentido e incumple una promesa electoral. Lo peor es que esto empieza a hartarnos hasta los huevos, esos que Trillo paseaba por el hemiciclo. En fin, lo peor es que nos dan ganas de tirarles el castillo por las narices, ¡quédenselo!, y que les dé provecho. Dan ganas, pero no, porque es nuestro, en él murieron nuestras gentes, sobre él construimos un pesado silencio, y a él le debemos la restitución de la memoria. Sin rencores, pero sin olvidos. Y desde luego, sin tutelas ministeriales ni paranoias patrióticas.

Pilar Rahola es periodista y escritora. www.pilarrahola.com

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