La soledad del tiempo perdido
Esta novela, publicada en el año 1928, nueve antes de su muerte, es una narración que se distingue enseguida de las otras de su autora porque en ella no se producen los habituales encuentros y desencuentros entre adultos en torno a las relaciones sentimentales. Esta vez nos encontramos siguiendo a un personaje, Martin Boyne, ingeniero que ha recorrido medio mundo ejerciendo su trabajo y que, sin embargo, nunca había tenido encuentros interesantes o gratos con personas singulares que le proporcionasen excitantes vivencias. Boyne, soltero, inteligente, prudente y conformista, se encuentra a los 46 años en una madurez, que para la época es decadencia, pendiente de un nuevo trabajo que le permita establecerse en un lugar fijo y se embarca a Europa en busca de Rose Sellars, la mujer que fue su amor, que se casó con otro por conveniencia, y que habiendo enviudado, espera a Boyne para, al fin, reunirse ambos y recuperar un destino truncado.
LOS NIÑOS
Edith Wharton
Traducción de Catalina Martínez Muñoz
Alba. Barcelona, 2005
416 páginas. 24,50 euros
En el barco conoce a una troupe de siete niños al mando de una nanny y de la mayor de todos ellos, Judith, una muchacha de 16 años. Son hijos e hijastros de una pareja de millonarios norteamericanos, inmersos en la frivolidad cosmopolita de los años veinte, y de sus matrimonios diversos; viajan solos, pues la pareja los espera en Venecia para empezar la temporada del Lido y estrenar su nuevo yate. Son niños sin hogar, "niños de hotel", como los llama Judith, cuya ambición es mantenerlos unidos y en un hogar fijo y reunidos con sus padres. Durante el viaje, Boyne va "adentrándose poco a poco en la cálida vida animal que destilan los niños felices y sanos. Todo lo relacionado con los pequeños Wheater y sus 'hermanastros' estimulaba el interés y la simpatía de Boyne tanto como la fragilidad del vínculo que unía a los niños y su decisión de que éste no se rompiera". Casualmente, el padre, Cliffe Wheater, es un antiguo compañero de estudios de Boyne y la madre, Joyce, una muchacha de la que se enamoró en tiempos. Esta coincidencia hace que Judith le anime a intervenir ante ellos en favor de los deseos de los niños, lo que obliga a Boyne a hacer un alto en Venecia mientras en Cortina le espera su amada, Rose Sellars.
A partir de aquí empieza a desarrollarse un relato prodigioso cuyo centro es Boyne y que se manifiesta a través de la doble vía que tira de sus emociones: el grupo de niños, encabezado por Judith, hacia la que siente una curiosidad que se convierte en atracción, y su amada Rose Sellars, elegante, singular y con un impecable sentido de lo razonable. La habilidad de Wharton crea a una Judith siempre en el filo de la niñez y los primeros sentimientos de mujer ante (no frente a) Rose, una mujer madura, llena de experiencia y sensibilidad. La primera de un modo semiinconsciente y la segunda con plena conciencia de su valor de atracción libran una batalla llena de sutileza en el espíritu de Boyne. Y Boyne, el profesional que se encuentra por primera vez en una encrucijada de sentimientos que, lo quiera o no, lo obligarán a actuar.
Quizá sea porque esta novela
está escrita en sus últimos años, pero lo cierto es que el tema ha cambiado: ésta es una novela sobre la vejez y la soledad. El único verdadero protagonista es Martin Boyne, un personaje soberbio, una creación única, llena de sutileza y de matices regidos por un ojo crítico que no perdona detalle. Los millonarios americanos son razonablemente tópicos; los niños son razonablemente niños, con su nanny incluida; la historia puede parecer un poco forzada. Bien, pero Boyne, reforzado por los formidables y medidos personajes que son Judith y Rose, establece un trío cuya verosimilitud se asienta en una descripción de sentimientos, de una calidad y una exigencia supremas. La sinuosa línea de emociones que liga a Judith con Rose en la vivencia de un Boyne dubitativo es soberbia. Judith atrae a Boyne más por la atracción de la juventud que por el amor: esa juventud es el futuro por delante en un hombre que empieza a verlo atrás; y en ese atrás está Rose, la mujer adecuada a la que ama y al que ella ama con paciencia, con la paciencia del tiempo perdido, pero también -y esto es lo que él advierte- con la realidad del pasado que achica la vida. Boyne sabe que el futuro de Judith no es suyo, pero descubre que el presente de Rose tampoco es suyo. "Boyne pertenecía a una generación incapaz de admitir que lo único permanente era el cambio", escribe Wharton con admirable lucidez. El estado de confusión y duda de Boyne, apresado por fin por la vida en un asunto decisivo en el que no cabe autoengaño, está contado maravillosamente. La falta de salida a la situación, la vida que ha vivido y ahora se le echa encima y lo condena a la soledad se trenzan en el último cuarto de la novela con el desmoronamiento de esa misma situación, que muestra la fragilidad de todo el tinglado, el cual se viene abajo por sus pasos en un final portentoso; Wharton cuenta la historia con tal pericia que estoy por afirmar que quizá sea la mejor novela de las muchas que he leído de su autora.
Edith Wharton es, sin duda, mucho más explícita que su admirado amigo y colega Henry James. Incluso acepta el tópico y hay personajes y situaciones tópicas en esta novela, pero el problema no es contar o hacer decir tópicos a los personajes: lo malo es contar tópicamente; el problema es conseguir que los tópicos se integren, formen parte de una historia y eso lo logra Wharton acompañándolos con la calidad del detalle: es como quien tiene buen gusto y quien no lo tiene, lo que en uno el tópico aparecerá como adecuado y elegante, en el segundo será un chafarrinón vulgar, adocenado.
El momento cumbre, el que quiebra la historia que se ha montado desde Boyne y en torno a Boyne sucede cuando éste empieza a desprenderse de Rose y piensa: "No es que la quiera menos; no puede ser que la quiera menos. Es sólo que todo lo que ocurre entre nosotros parece ocurrir cuando no es el momento". También sabe que no hay lugar para Judith. Está a unos pasos de comprender que el futuro se despide piadosamente de él y que sólo le resta el nomadismo sin aventura del que provenía; y luego, "la escalofriante mediocridad de la vejez".
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