El bien morir
Al siglo XX le han puesto muy mala fama desde varios flancos. Por lo visto hay siglos buenos y otros malos o no tan buenos. La verdad es que sería imposible siquiera una idea aproximada de la cantidad de dolor y de todo lo contrario de cada época. En fin, totalitarismos, genocidios, dictaduras, destrucción masiva de la naturaleza, esclavitud infantil, guerras terriblemente sangrientas y otros muchos horrores, son el legado de nuestro siglo. Como si la humanidad, en el recorrido de su existencia, hubiera enloquecido súbitamente, invadida por un virus sumamente perverso. Hay quienes no ven siquiera un proceso de acumulación del mal, sino una ruptura brusca con un pasado distinto y mejor.
Con todo, el hombre de hoy, ese monstruo, es capaz de hacer e institucionalizar cosas que dejarían boquiabiertos a nuestros antepasados próximos y remotos. Un pequeño ejemplo sería el de esos alpinistas domingueros que deciden escalar una montaña por su cuenta y riesgo y se pierden en la nieve. La sociedad se moviliza y con consenso unánime, helicópteros acuden en rescate de los imprudentes, con un costo al que todos contribuimos sin rechistar. Se hunde un pesquero y la sociedad se vuelca en ayuda de los tripulantes y hombres arriesgarán sus vidas por recuperar cuerpos de quienes se sabe que ya son cadáveres. Que no sean pasto de los tiburones y reciban una sepultura digna, es un mal menor que no tiene precio.
En la Edad Media, en tiempos de la peste, los cuerpos yacían amontonados en las calles y eran transportados en carreteras a la fosa común. Comprendo que no era fácil andarse con contemplaciones, pero no por eso dejo de preguntarme cuántos de esos "cadáveres" serían sepultados todavía en vida. Los civilizados griegos arrojaban por un despeñadero a los bebés nacidos defectuosos: un acto desinteresado de eugenesia para mejoramiento de la raza, quiero decir, que los eliminaban sin odio y es probable que, en algunos casos, incluso con lamentos; pero caray, se necesita tener estómago. Hoy arrasamos una ciudad por tierra, mar y aire, es cierto. Pero también es cierto que llenamos páginas y más páginas en divagaciones sobre la ética de mantener vivos a los que están clínicamente muertos.
No hay en esto, generalmente, ironía absurda, pues ambos, el exterminio y la defensa a ultranza de una sola vida, son dos caras de la misma moneda: una idea aberrante del sentido del deber. Hace todavía pocos siglos la justificación de una matanza no necesitaba el respaldo de profundas reflexiones morales. En Enrique V, el rey amenaza con saquear, violar y degollar a todos los habitantes de la ciudad sitiada, con el argumento de que no se rinden. La legitimación del uso de la fuerza en su forma más brutal la otorga Dios: La ley divina proclama que las ciudades que no se rinden cuando están sitiadas, no tendrán perdón.
Se ha armado un gran revuelo con el caso de la sedación en el hospital Severo Ochoa de Madrid. El trasfondo religioso-político de la cuestión huelga en estas líneas. La ortodoxia de Aguirre produce escalofríos, mientras da pesadumbre Gallardón cuando se ve obligado a bailar en la cuerda floja. Naturalmente, "el caso de la sedación" no existe, por más que se le quiera dar el rango de eutanasia más o menos masiva. En la eutanasia, el objetivo es la aniquilación de una o más vidas humanas, tengan éstas todas las posibilidades de supervivencia del mundo o no tengan ninguna. En cambio, la sedación no pretende matar a la "víctima", ni siquiera rematarla. Se entiende por enfermo terminal al individuo a quien se le da un máximo de seis meses de vida, si bien en ciertos casos esa vida se prolonga un año o más. ¿Y qué? Así el paciente sanara "milagrosamente", que algún caso hay en los anales de la medicina. Eso no importa para nada al argumento, pues éste no debe nunca disociarse de la intención del médico o médicos. O sea, del objetivo. Es posible que en el Severo Ochoa se dieran algunos casos de sedación excesiva; pero desestimando el error, dada la repetición del acto, es indemostrable que la intención fuera matar al paciente y no hacerle más llevaderos los últimos días, semanas o meses de sus días. Ante la duda, si la hay, la balanza debe inclinarse a favor del acusado, como aconsejaba Don Quijote al gobernador Sancho Panza. Es preferible dejar libre a un asesino dudoso que castigarle por un crimen sobre cuya autoría hay dudas. No creo que este razonamiento sea deslumbrante ni que siquiera vaya más allá del sentido común. Pero uno ha perdido la cuenta de las veces que se ha visto obligado a decir lo obvio y eso es sumamente irritable.
Distinto es el caso Kerri, que sí es eutanasia, aunque por los pelos. Ella y su marido debieron haber hecho un testamento vital, aunque a decir verdad no sé si tal cosa estaba permitida hace 15 años y en el estado de Florida. (Las leyes norteamericanas difieren mucho en uno u otro estado y esto es buena materia para pensar el concepto de nación, sobre todo, en su carácter presuntamente evolutivo). Este caso Kerri tiene cierta conexión filosófica con el uso de las células madre embrionarias. No es mi intención pronunciarme aquí, pero algo diré casi tangencialmente. La célula madre embrionaria es una pugna meramente biológica por ser, aunque el óvulo fecundado no está consciente de su protagonismo. Pero una parte de la sociedad sí lo está. Y puede aducir o aduce que en ese embrión existe una lucha tensa por alcanzar estadios cada vez mayores de complejidad. Es un proceso prodigioso repleto de dificultades y peligros, hoy menores gracias al avance científico. Ahora bien, ¿dejaríamos desarrollarse un embrión si supiéramos a ciencia cierta de que llegaría a ser un cuerpo, pero irreversiblemente desprovisto de consciencia? Según el cristianismo, todo ser humano tiene un alma, ¿pero es la vida del alma del todo independiente del cuerpo? ¿No está imbricada con la consciencia? La célula madre embrionaria es materia que tiende a adquirir consciencia, mientras que en caso como el de Kerri la tendencia es la contraria, materia que se disgrega, que tiende incluso a una regresión a lo inorgánico.
Con todo, hay que felicitarse de que conceptos en apariencia tan sencillos y en realidad tan complejos, hayan florecido en el siglo más brutal de la humanidad, según es moda decir.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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