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Columna
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Elogio del fantasma

La construcción de una identidad individual es una cosa tan complicada, que muchos prefieren construir una identidad colectiva. Una identidad colectiva en la que poder disolverse y en la que poder reconocerse, ya que siempre resultará más cómodo agitar una bandera que agitar nuestra conciencia, pongamos por caso, en buena parte porque la agitación de la conciencia puede tener consecuencias imprevisibles; entre ellas, la de darse uno cuenta de que no tiene conciencia, o de que tiene mala conciencia, o de que no ha tomado conciencia de algo.

Uno se alegra de vivir en una tierra en la que no es obligatorio plantearse cada mañana unas señas diferenciales de identidad, entre otras cosas porque las mañanas están hechas para el café y para el afeitado más que para la metafísica y para la antropología, que son asuntos que requieren espabilamiento y concentración, no legañas y soñera. Está bien vivir en una tierra en la que te levantas y no tienes que disimular: eres sólo un fantasma medio sonámbulo, sin una historia que hipoteque tu presente, sin convicciones patrióticas por las que estés dispuesto a morir o -sobre todo- a matar, sin preocupaciones por la pureza de tu sangre, al margen de los niveles de colesterol o de triglicéridos; sin correr el riesgo de que te conviertan en mártir sólo porque eres un modesto concejal de Jardines y Parques, o de lo que sea; sin miedo a que unos héroes nacionales te coloquen un explosivo bajo el coche porque han decidido que eres un extranjero en el lugar en que naciste y que la única manera de enmendar esa aberración telúrica consiste en expedirte un visado para los prados celestiales; sin verte obligado a discutir en los bares sobre la idoneidad del asesinato como estrategia política, sin tener que padecer el lirismo batallante de los discursos etnoló-gicos de unos políticos aferrados a la poesía ancestral del terruño nativo, sin tener que soportar el cinismo dulzón de un obispo o de un simple párroco ante un cadáver condecorado a título póstumo, sin tener que pasar el trago de que unos matachines adolescentes te increpen por la calle por el periódico que llevas, y así sucesivamente.

Está bien eso de levantarte, en fin, como un fantasma aturdido, como un puro don nadie, como un solitario que se ve obligado a dialogar con su conciencia para situarse de un modo decente en la realidad, sin echar mano del comodín de los dogmas ni de las consignas. Está bien eso de no tener que ponerte la armadura de cruzado de una fe nacionalista, la máscara tribal, el uniforme de los devotos de la madre tierra. Está bien eso de levantarte y pactar contigo mismo desde una ideología etérea y desde unas convicciones prácticas: que la sanidad pública funcione, que funcionen los colegios públicos, que funcionen los transportes públicos, que los políticos sean honrados y eficientes. Y ya que cada cual añada a eso, a título personal, todos los sentimentalismos e incluso todos los esoterismos que se le antojen, porque nadie está libre del viva Cartagena. El problema viene cuando los sentimentalismos y los esoterismos prevalecen sobre la razón: ahí entra en juego ya la figura del patriota. Y uno, que es apocado de por sí, frunce el ceño cuando los patriotas levantan la voz, porque ya no hay que hablar. Lo que se dice nada.

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