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Columna
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Anónimos

La idea es antigua: dos personas que no se conocen, que no se han visto nunca y se comunican sólo con cartas o, ahora, con mensajes a través de la Red, pueden llegar a conocerse mejor que ningunas otras, precisamente porque la invisibilidad las hace sinceras y porque el pudor no mezcla con la distancia: contarle intimidades a un extraño es igual que desnudarse delante de un ciego. Quizá por eso el escritor Fernando Pessoa utilizaba a varios de sus heterónimos para contarles a sus novias, a través de mensajes anónimos, sus defectos, vicios y manías, y para prevenirlas de los peligros que las acechaban si llegaban a casarse con él. Esas delaciones contra sí mismo pueden considerarse acto de esquizofrenia, pero también demostración de honradez superlativa.

La última novela del escritor israelí David Grossman, Tú serás mi cuchillo, publicada por Seix Barral, sigue ese camino y cuenta la relación epistolar de un hombre llamado Yair con una mujer llamada Miriam, a la que ha visto una vez y de lejos, en una reunión de antiguos alumnos de su instituto, y a quien propone, en una carta que en el fondo no espera que sea respondida, mantener una relación por escrito, un contacto en el que nada quede oculto ni sea vetado, ninguna nostalgia u obsesión se escondan, ningún pensamiento sea censurado en nombre de las buenas costumbres, el interés o la decencia, siempre poniendo como condición no encontrarse nunca cara a cara, quizá porque lo que no se ve ni se toca no se tiene y porque no podremos ser dañados ni traicionados por lo que no poseemos ni nos posee. O sea, algo parecido a la relación epistolar a tres bandas que mantuvieron los poetas Rainer Maria Rilke, Marina Tsvietáieva y Borís Pasternak y que, efectivamente, empezó a resquebrajarse cuando Tsvietáieva insistió en conocer en persona a Rilke.

La novela de Grossman es magnífica e inteligente, como todas las suyas, pero mientras la leía he vuelto a pensar lo mismo que pensé cuando leí la correspondencia entre Rilke, Tsvietáieva y Pasternak: no me parece que lo que plantea sea verdad. En primer lugar, porque creo justo lo contrario, que no se puede conocer a una persona a la que se haya quitado su parte de afuera, algo en lo que están incluidos gestos corporales, miradas o tonos de voz que explican en muchas ocasiones, seguramente, mucho más de ellos que sus palabras. No se olviden: los ojos no pueden ser retóricos, pero el lenguaje sí. De hecho, el propio Grossman viene a aceptar en la última parte de su novela que, finalmente, contárselo todo a alguien es una manera de perderlo.

El poder de lo anónimo, que es el reino del lenguaje sin rostro, se ha vuelto a poner de manifiesto en la extraña crisis que sufre el hospital Severo Ochoa de Leganés desde que su coordinador de urgencias fue despedido por la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid. Las acusaciones contra el centro han sido muy graves, porque se asegura que en él se ha propiciado la muerte de varios enfermos terminales al sedarlos de forma desproporcionada, de modo que unos han hablado de negligencia y otros han visto planear sobre esas defunciones el buitre de la eutanasia velada. La decisión de destituir al supuesto responsable de los hechos ha sido tajante. Y la respuesta de la comunidad médica, muy contundente, como lo prueban las concentraciones solidarias del personal de los sanatorios públicos de Madrid, y la nota conjunta en la que piden la dimisión o el cese del consejero de Sanidad y el reingreso del compañero despedido. Y lo más incomprensible de este asunto es que surgiera de esas denuncias anónimas.

Es incomprensible cuando uno lee continuamente las gruesas acusaciones de negligencia o desidia que se lanzan los grupos políticos, a veces acompañadas de supuestas pruebas, documentos, encuestas o gráficos, y nunca ocurre nada, hasta el punto de que si en España hay algo que parezca difícil es que alguien cese o le pidan el cese. Sin embargo, el coordinador de urgencias del Severo Ochoa lo ha sido, y de manera fulminante, a causa de unas denuncias anónimas. La pregunta, entonces, es evidente: ¿qué hizo tan fiables esos anónimos? ¿Qué pruebas, o al menos indicios irrebatibles ofrecían? ¿Se ha investigado su procedencia? ¿Van a investigar los forenses qué ocurrió, en realidad, con esos pacientes? Mientras nada de eso se aclare y todo dependa nada más que de unos simples anónimos, el problema se hará cada vez más grande pero seguirá siendo invisible. Y eso va a hacer que la Sanidad de Madrid se vuelva tan sospechosa.

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