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Columna
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Srebrenica

Hace ahora diez años que Europa vivió un nuevo Auschwitz: una matanza masiva de personas inocentes. Y Europa sabía que ese crimen se iba a perpetrar. Y, en su momento, Europa también supo que ese crimen se estaba produciendo. A lo largo de una semana de odio y de etnia, en los Balcanes. Fue el más cruel episodio del genocidio que llevó a la muerte a doscientas mil personas en la antigua Yugoslavia. Un crimen de hace tan sólo diez años, parece increíble. Un crimen que ensangrentó la historia de este continente recubierto de catedrales y leyes; de flores y músicas; de joyerías y delicadezas; de poetas comprometidos. Un crimen que demostró que hoy por hoy sólo Estados Unidos es capaz de poner fin a las hemorragias fratricidas que de cuando en cuando asolan la cuna de Occidente.

En la ciudad bosnia de Srebrenica fueron asesinados siete mil seres humanos. Eran musulmanes y por eso los mataron. Los militares serbios rodearon la ciudad y los cascos azules holandeses que la defendían, que eran muy pocos, huyeron. Esa huida abrió las puertas a una masacre que parecía inimaginable en el solar de la vieja Europa. En Srebrerica fueron asesinadas, sorda y brutalmente, el triple de las víctimas que originó el infame ataque a las Torres Gemelas.

No debemos olvidar nunca Srebrenica. No debemos olvidar nunca que ese crimen, como todos los que asolaron los Balcanes, tenía un móvil; el mismo móvil que Auschwitz: el nacionalismo. No debemos olvidar que es muy fácil, por desgracia, que donde hubo armonía entre dos comunidades diferentes, y buenas palabras, y novios y novias, y fiestas populares, y bailes y risas, y lágrimas del fútbol, puede acabar habiendo incendio de hogares, torturas y envidias, ejecuciones masivas, horrendas venganzas. Porque lo más terrible puede suceder donde no se le espera. Y porque el incremento de la tensión nacionalista en las tierras de España, tensión tenazmente estimulada por políticos fanáticos -sí fanáticos- puede acabar llevándonos a donde ni siquiera nos podemos imaginar. Adonde no debemos llegar nunca.

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