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Columna
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Gainsbourg

Miquel Alberola

París ha convertido a sus principales muertos en una atracción turística, acaso como una muestra más de que la ciudad es el más completo parque temático del universo. Centenares de visitantes se hacinan a diario bajo la cúpula de Los Inválidos para fotografiarse ante el sarcófago de Napoleón, o guardan largas colas para acceder al Panteón y contemplar las losas que lacran las sepulturas de Voltaire, Rousseau o Jaurès como si se tratara de las piezas del Louvre. También se podrían pasar varios días sumido en la amenidad de cualquiera de los cementerios parisinos, que aglutinan más referencias culturales que muchos museos, aunque al fin y al cabo los cementerios, como las ciudades o los museos, sólo son lo que uno lleva dentro, el propio reflejo. Quizá por eso, la deriva de la resaca metafísica de aquella ola irresoluta que iba y venía entre los riñones de la isla desnuda de Jane Birkin, me ha traído hasta el cementerio de Montparnasse, donde he quedado varado ante la tumba del cantante maldito Serge Gainsbourg, un feroz fumador de Gitanes al que Mitterrand definió en su entierro como "nuestro Baudelaire". La corriente tendría que haberme llevado hasta el mausoleo de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, y babeando por esa ortodoxa ruta quizá podría llegar a ser miembro del Consell Valencià de Cultura, sin embargo mi instinto canalla me ha desviado hacia Gainsbourg, un tipo más coherente que esa pareja de escritores humanamente tan míseros, cuyo hedonismo cínico derivó hacia un erotismo herrumbroso y extorsionador que terminó por sustanciar un desfase entre su personalidad y la altura de su obra (su estatua). Gainsbourg también fue un sinvergüenza, pero no convirtió en doctrina la fatalidad del hombre ni quiso salvar a nadie -ni siquiera se salvó él- a costa del resto. Aquí en este pozo negro de Montparnasse, junto a sus padres, acabó el viaje este judío ashkenaz que antes de destruirse a sí mismo cantó al estilo de la orilla derecha, transmitió maravillosas visiones en el interior de un vaso de agua de Seltz con las iniciales BB o creó el himno lúbrico Je t'aime, moi non plus, esa viagra en solfa y verbo que nos hizo más libres y alineó a dictadores y censores demócratas en el mismo bando.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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