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Antes democracia que paz

La doctrina que recientemente ha adoptado el presidente George W. Bush, según la cual el mejor modo de establecer la paz internacional es la democratización, comporta un cambio espectacular en la política exterior estadounidense. Cabe, ciertamente, encontrar repetidas declaraciones a favor de la libertad y la democracia en el mundo en los discursos inaugurales de numerosos presidentes, desde Truman a Kennedy y desde Carter y Reagan a Clinton. Pero, sobre todo durante la guerra fría con la Unión Soviética, se sostuvo una y otra vez que esos ideales americanos se contradecían con los intereses de seguridad nacional. Por ello, durante mucho tiempo los presidentes de Estados Unidos estuvieron dispuestos a apoyar o tolerar a cualquier gobernante pro-americano, contrarrevolucionario y anticomunista, tanto si era democrático como dictatorial, como un mal menor. Como se atribuyó tanto al presidente F. D. Roosevelt con respecto al nicaragüense Somoza como a su secretario de Estado con respecto al dominicano Trujillo: "Es un hijo de perra, pero de los nuestros".

La actual política americana supone un salto desde la prioridad a la lucha contra el terrorismo formulada tras los ataques del 11-S hacia el ambicioso objetivo de liquidar las tiranías en el mundo. Esto comporta no sólo un plan de acción de la actual Administración para los próximos cuatro años, sino que se extiende en un horizonte de un par de generaciones -comparable al lapso en que se desarrolló la guerra fría-. Con este giro, el Gobierno de Estados Unidos vincula ahora decididamente la libertad y la seguridad en su propio país a la libertad en otros países. Es decir, rompe con el llamado realismo político que le había conducido a tratar de ir configurando una serie de pesos y contrapesos entre autoritarismos más o menos amigos o enemigos para que se neutralizaran entre sí y se evitara de este modo la emergencia de una amenaza mayor. El hecho es que esta política contribuyó, por el contrario, a la producción de conflictos y guerras por todas las partes del mundo y, en particular, a la conversión del conjunto de dictaduras militares, caudillismos personalistas y monarquías absolutas instalado en los países de Oriente Próximo en una gran olla de violencias de todo tipo, de la que surgió, ya desde los años setenta, el terrorismo internacional que culminó en los ataques a Estados Unidos en 2001.

La doctrina actual viene a postular, en definitiva, que si un gobernante es un hijo de perra, no es de los nuestros. La promoción de los ideales americanos de libertad y democracia se basa ahora en la observación de que son las dictaduras las que tienden a emprender guerras de conquista y botín y a producir grandes matanzas y asesinatos en masa, tanto fuera como dentro de sus países (incluidos los que algunos han llamado 'democidios'). En cambio, los regímenes democráticos raramente inician una guerra de agresión exterior, prácticamente nunca entran en conflicto bélico entre ellos y, en general, minimizan la violencia política. Se ha podido comprobar que cuanto más democrático es un Estado, menor es la probabilidad de que practique la violencia tanto en el exterior como en el interior. Ésta fue, al fin y al cabo, la lección con la que se emprendió la reconstrucción europea después de la Segunda Guerra Mundial: para evitar nuevas guerras civiles intra-europeas, la democratización era una condición primordial. Y éste ha sido desde entonces el mensaje continuado de la Unión Europea ante los sucesivos y cada vez más numerosos candidatos a entrar en el club, lo cual le está llevando a compartir la actual doctrina estadounidense de una manera casi natural.

La explicación más contenida y estilizada de la asociación entre dictadura y guerra y entre democracia y paz puede encontrarse en la mayor dificultad que tienen los gobiernos democráticos para construir consenso social a favor de emprender una guerra y la alta probabilidad de que el sufrimiento de los ciudadanos desemboque en su pacífico derrocamiento electoral. Los gobiernos dictatoriales, en cambio, pueden intensificar la coerción contra sus súbditos para obligarles a participar en una guerra y aspirar, al mismo tiempo, a beneficiarse directamente de las ganancias consiguientes. Dicho de otro modo: un gobierno democrático se lo pensará dos veces (o más) antes de participar en un conflicto bélico internacional, aunque sólo sea en su propio interés de supervivencia política. Una implicación de esto es que las guerras en las que participe un gobierno democrático -casi siempre contra un gobierno dictatorial- tenderán a ser ganadas por el primero, ya que si la victoria no fuera una perspectiva razonable trataría de evitarla de todos modos. Al fin y al cabo, esto es lo que han estado repitiendo tradicionalmente los dictadores y tiranos de todo tipo: que las democracias son demasiado cobardes para aventurarse a ciertas hazañas bélicas.

En varios mensajes recientes, George W. Bush ha anunciado solemnemente su apoyo a todos los movimientos e instituciones que defiendan y promuevan la libertad. Las tácticas de apoyo, sin embargo, son y serán bastante variadas. Básicamente, a los gobiernos dictatoriales que no desarrollan una actividad notoria de promoción de la guerra y el terrorismo internacional o incluso combaten a este último, se les induce a que emprendan reformas liberalizadoras 'desde arriba' mediante las cuales puedan mantener oportunidades de continuar o volver al poder por medios más pluralistas. Ésta parece ser, por ahora, la orientación general con respecto a Rusia y China, así como, en Oriente Próximo, hacia Arabia Saudí, Egipto y Pakistán. Sin embargo, si en un país de este tipo surge un movimiento democrático de oposición 'desde abajo', capaz de derrocar pacíficamente al Gobierno, puede también obtener el apoyo y el reconocimiento de la comunidad internacional -como ha ocurrido, por ejemplo, en Ucrania-. Ante las dictaduras más agresivas, en cambio, es de esperar una mayor presión directa que conduzca a un cambio más drástico del régimen. Así es probable que ocurra con respecto a las tiranías de Irán, Siria y Corea del Norte, que están ya en la mira de la atención internacional, pero también en países como Belarus, Myanmar, Zimbabue y tal vez Cuba en algún futuro no muy remoto. No cabe duda de que la opción es arriesgada, pero la apuesta es muy alta: la democracia doméstica como vía hacia la paz internacional.

Josep M. Colomer es profesor de investigación en Ciencia Política del CSIC.

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