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Reportaje:

Llamando a las puertas del cielo

El convento de la Concepción en la ladera de Miribilla, encrucijada entre el viejo y el nuevo Bilbao

Llegaron a la villa con el ferrocarril y se instalaron a finales del XIX en la colina de Miribilla, desde donde Bilbao se deja observar. Habitan el último peldaño del barrio de San Francisco y el primer escalón de las nuevas construcciones que emergen donde antes hubo fragor de minas y posterior ruina. Las Hermanas Concepcionistas Franciscanas han visto pasar tres siglos bajo sus pies y ahí siguen tan cerca y tan lejos, entre el cielo y la tierra. Son las vecinas más antiguas del barrio más duro.

Existen dos maneras de acceder al Monasterio de las Madres Concepcionistas Franciscanas. Por Miribilla -casas recién construidas, plazas, jardines, matrimonios jóvenes que se afanan en pagar su primera hipoteca- o por Bilbao La Vieja, San Francisco, Cortes, Laguna y Gimnasio, hasta llegar a la Concepción -restos de barrio chino, sinpapeles, bolsas de marginación y pobreza, camellos y el habitual puñado de tipos sin ocupación aparente, apostados en las esquinas con la mirada clavada en las carteras- y cualquiera de las dos vías sirve para llamar a las puertas del cielo.

"A nosotras aquí siempre se nos ha respetado", asegura la madre abadesa

De abajo surgen en ocasiones amenazas, diálogos agitados, sirenas de ambulancias y coches policiales, peleas y también desesperanza. Un ambiente espeso. En la parte alta se escucha el eco de las grúas y las excavadoras; Bilbao se expande. Si eliges el camino inferior se aprecia un cierto aroma de agonía. Puedes cruzarte con los últimos yonquis, con el escalafón más bajo de la prostitución, con los honorables vecinos de toda la vida machacados por el tiempo, soportando duras condiciones, manifestando su amargura por la falta de seguridad y el olvido municipal. Este es el barrio y a ellas, las monjas, pese a vivir en la colina, al otro lado del muro, no les es ajeno. Ellas también son barrio y nunca han dejado de sentirse próximas a sus vecinos.

La primera vez que Gloria subió hasta el Convento tenía 20 años. Entonces cruzó la calle Cortes y recuerda que vio un enjambre de hombres alrededor de las chicas que entraban y salían de los bares. Era casi una niña, pretendía ser novicia y aún no había leído a Blas de Otero -"unas mujeres tristes y pintadas sonreían a todas las carteras y ellos analfabetos y magnánimos, las miraban por dentro hacia las medias"- pero no sintió miedo, confiesa que nunca lo ha sentido. Ni siquiera hoy cuando, puntualmente, deja el convento para hacer gestiones y traspasa las rejas, caminando entre botellas de cerveza que han estallado en una acera, gritos que salen de algún portal, seres que atraviesan la calle sin preocuparse de que les atropelle un coche, delincuencia, marginación... las cosas del barrio. Gloria es ahora la madre abadesa, una mujer todavía joven pese a su cargo.

"A nosotras aquí siempre se nos ha respetado", dice. Luego nos va presentando, una a una, al resto de las integrantes de la comunidad. La componen doce mujeres. A ocho de ellas les delata el acento y su euskera, son vizcaínas de pura cepa: Flora, la cocinera es natural de Ea, kostalekue, de la costa, como la bermeana Begoña y Carmen, de Ibarrangelua. Belen Aberasturi es de Forua; María Jesús, de Morga, y Juana, de Mungía. La portera, Caridad, es bilbaína y María Begoña nació en Basauri. Las más jóvenes, Raquel y Marcelina son peruanas y por último, Gloria, la abadesa con su carácter franco, alegre y campechano, tampoco puede negar su origen riojano.

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Ora et labora. Aquí arriba el Convento es como un agujero que se ha abierto en medio del cielo, donde es posible escuchar el canto de los pájaros entre limoneros, manzanos, perales, higueras y una parra que dará su fruto de sombra fresca en verano. Se está bien. El sol peina las colinas de Miribilla y Bilbao se divisa más allá de la huerta en una panorámica de la ciudad bella y siniestra, dulce y salvaje al mismo tiempo. Desde este huerto y entre estos muros las monjas nos contemplan.

A este lugar llegó la Comunidad en 1861. Y aquí siguen estas antiguas y venerables vecinas de la villa sin ninguna intención de hacer mudanza. Sólo abandonaron en una ocasión la casa por fuerza mayor y a punta de pistola. Fue durante la Guerra Civil, pero tras peregrinar errantes por la Ciudad Jardín y Bakio, regresaron en 1946 al convento instalado en la zona alta de La Palanca, allí donde ellas rezan mientras algunos hombres maldicen. Hoy son otras balas las que invitan al desalojo, esporádicas ofertas de algunos promotores que mirando al monasterio se imaginan el codicioso cogollo de la nueva zona de expansión.

Pero hace falta algo más que dinero para comprar un agujero en el cielo, donde te despiden con rosquillas de anís y vino de misa una mañana en la que el sol entra por el ventanal tras filtrarse por el limonero. Mientras ahí abajo, a tres minutos, la gente hace planes y cosas, por aquí arriba pasa la vida entre el silencio y la conversación con dos monjas, Gloria y Belén.

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