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Columna
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Dos Barcelonas

A estas alturas de la película, es sorprendente la ignorancia que los barceloneses tenemos sobre la cara más oculta de esta ciudad. Somos olvidadizos. Desde hace siglos nos envolvemos en sueños para conjurar espantos propios que preferiríamos desconocer: eso es, seguramente, lo que nos mantiene vivos.

El caos del Carmel y sus secuelas son, tan sólo, la continuación de una viejísima historia en la que lo peor se esconde bajo la protectora capa de la benevolencia con la que deseamos vernos. Un barrio surgido de la nada, instalado en torcidos barrancos, edificado con materiales de desecho, crecido en el olvido y construido con la paciencia y la ilusión de aquellos que aspiran a sobrevivir en la selva: eso ha sido el Carmel. Lo increíble es que tanta precariedad quedara oculta en una prodigiosa realidad mediocre donde reinaba un aparente orden y la gente vivía relajada. El Carmel daba el pego: ofrecía ahora una civilizada cara europea, pero ocultaba un subsuelo tercermundista y chapucero. Descubrir que partes de esta ciudad son un frágil castillo de naipes no es agradable. Eso es lo que ha pasado. La autoestima colectiva ha sufrido un shock insoportable.

Barcelona ofrece en su propio paisaje suficientes pistas sobre su doble cara: la racional, sólida, moderna y deslumbrante frente a la caótica, improvisada, sórdida y canalla. Desde lo alto del Tibidabo se ve una ciudad hermosamente armónica, hecha por seres con sentido del espacio, del equilibrio y del orden necesario para una convivencia sin problemas: ésta es la cara real de lo posible. Barcelona se ofrece como un magnífico intento de solidez histórica y racionalidad asimilada.

Vámonos a Montjuïc, contemplemos: el paisaje urbano reniega de todo lo anterior. Amalgama, aluvión, desconcierto, caos, almacén de trastos viejos, urbanismo chapuza. Vista desde Montjuïc la ciudad es un engrudo incomprensible, un trastero improvisado: la fragilidad del Carmel adquiere, desde ese lugar de observación, plena vigencia. Pocas ciudades del mundo pueden ofrecer, simultáneamente, estas dos caras tan opuestas y tan reales. El paisaje habla por nosotros aunque queramos ignorarlo: somos obscenamente duales, en lo mejor y en lo peor.

El orden más rígido y el caos conviven cada día en Barcelona en armónica esquizofrenia. Nos parece normal que la ultranormativa sobre zonas azules y aparcamientos conviva con el desmadre automovilístico de las entradas y salidas de la ciudad. Se considera lógico defender la lengua catalana como emblema identitario máximo y, al tiempo, olvidar el paisaje o el saber artesano. Los burócratas parecían una clase despreciable hasta que nos dedicamos a producir orgullosamente burócratas catalanes. Hicimos un Fórum de las Culturas dedicado al diálogo y resulta que hablar entre nosotros es un tremendo lío. Reconvertimos la propiedad privada -del Liceo, por ejemplo- en propiedad pública y dejamos que lo público -las infraestructuras, por ejemplo- pasen por la ley del embudo de carteles constructores privados. Manifestamos delirio por la música clásica, pero permitimos que la radio pública sitúe la sardana a la altura de Beethoven. Fichamos estrellas de la arquitectura como Jean Nouvel (torre Agbar) y surge una copia de Norman Foster (Swis Re Tower de Londres) sin que nadie levante la voz. Pedimos transparencia, pero sabemos bien que, hoy por hoy, mentar un abstracto 3% es tentar al demonio y exponerse a tremendas venganzas.

Dos caras. Dos posibilidades. Dos Barcelonas. Tibidabo y Montjuïc, espejos de la contradicción. Una lucha constante recorre nuestra historia. Según la época, la balanza se inclina hacia uno u otro lado. La Barcelona A y la Barcelona B siempre se encuentran. Y explotan cuando la mediocridad acumulada supera la excelencia posible.

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