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Tribuna
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Hacia un nuevo Estado de bienestar

Nos hablan a diario de Europa, de su ampliación, de la adopción de una Constitución que mejorará el funcionamiento de las instituciones europeas; nos hablan menos, pero nos preocupa como poco lo mismo, de la pérdida de influencia de Europa en el mundo. Por un lado, está el ascenso de Asia y de sus Estados, cuya población supera con mucho la de toda Europa, y, por otro, el de Estados Unidos, que hace dos años tomó una decisión fundamental al abandonar el multilateralismo por un unilateralismo que significa una ruptura con Europa, si bien las formas de dicha ruptura son hoy menos brutales de lo que eran hace algún tiempo en boca del señor Rumsfeld. Europa casi no tiene crecimiento, no realiza un esfuerzo en investigación suficiente en comparación con Estados Unidos y no es capaz de inventar nuevas fórmulas para acoger a poblaciones de culturas diferentes cuya masa va a ir en aumento; a mi parecer, no tiene ningún tipo de proyecto, lo que se acepta aún más fácilmente puesto que la Europa occidental ampliada sigue siendo una región del mundo rica con una buena protección social y un estilo de vida a menudo refinado.

Y, sin embargo, más allá de todas estas afirmaciones, que son, hay que decirlo, banalidades, sigue sin tratarse la cuestión central que se plantea más o menos claramente en todo el mundo: este Estado de bienestar que fue creado por las socialdemocracias, herederas a su vez del movimiento obrero democrático, se agota, ya no cumple sus funciones de lucha contra la desigualdad; e incluso a menudo se confunde con otros tipos de intervenciones del Estado, más económicas que sociales, y cuyos efectos son hoy tan negativos como buenos fueron justo después de la guerra, cuando sólo el Estado disponía de medios para actuar. En efecto, la Seguridad Social nos ha dado a casi todos una gran seguridad y cada día nos maravillamos de estos tratamientos médicos sumamente costosos que son puestos a disposición de unos enfermos que de ningún modo podrían hacer frente a semejantes gastos, ni siquiera endeudándose fuertemente.

En cambio, tanto en el plano social como en el plano económico, este sistema ya no funciona bien. En el plano económico, todo el mundo lo comprueba desde hace un cuarto de siglo: un sistema de gestión neoliberal que se extiende cada vez más rápidamente al conjunto del planeta ha obtenido mejores resultados que el dirigismo de la posguerra y ha pasado a ser totalmente imposible defender la idea del socialismo, en el sentido estricto de socialización de los medios de producción, ante el agotamiento de la Unión Soviética y desde la espectacular incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio. En nuestras sociedades en especial, donde la educación y la sanidad en sentido amplio representan una parte cada vez más importante de la actividad económica, percibimos por doquier que estas actividades probablemente seguirán garantizadas, al menos en gran parte, por el gasto público, pero que no existe ninguna razón para pensar que la gestión estatal, administrativa, es la única o la mejor manera de gestionar el gasto público.

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Este problema alcanza ahora un grado de gran urgencia. Sabemos que Europa realiza en el campo de la investigación y, sobre todo, de la enseñanza superior, un esfuerzo muy insuficiente para ser competitiva a nivel mundial y vemos declinar el sistema de cuidados hospitalarios, que alcanzó un nivel muy alto durante las décadas posteriores a la guerra. Es imposible evitar una reforma profunda de la gestión y de la organización de las universidades, de los organismos de investigación y de los grandes hospitales públicos. Estas reformas, totalmente necesarias, chocan con la resistencia de las categorías más directamente afectadas, es decir, las de los trabajadores y, en especial, de los altos cargos del sector público. Unas veces para defender unos intereses materiales y otras, más a menudo, porque los sindicatos han obtenido en el antiguo sistema un poder de gestión conjunta muy importante y saben que lo perderían si se procediese a una reconstrucción de la enseñanza y de los cuidados médicos.

Por consiguiente, la inadaptación económica de las intervenciones del Estado es reforzada por una oposición a los proyectos de reforma del Estado de bienestar por razones a menudo presentadas como relacionadas con la búsqueda de la igualdad pero que, en realidad, se inscriben dentro de una lógica de mantenimiento o incluso de incremento de las desigualdades. Y es aquí cuando llegamos al problema a la vez más importante y más difícil de resolver. Debemos reconocer ante todo que nuestras grandes operaciones destinadas a reducir la desigualdad han fracasado en parte. Y no podemos invertir la tendencia mediante unas cuantas operaciones puntuales de affirmative action [discriminación positiva]. Por razones tanto culturales como económicas, la escuela representa una barrera para los niños procedentes de una cultura exterior y de un medio poco privilegiado, mientras que las familias acomodadas ayudan a sus hijos a orientar su futuro y pueden asimismo aportarles formas individualizadas de enseñanza que completan muy eficazmente la enseñanza habitual, pública o privada. También vemos en el extremo inferior de la escala social aumentar y reforzarse una categoría que se ha denominado la de los excluidos, a la que se añade otra, con frecuencia más numerosa, la de los trabajadores precarios, aquellos que tienen tan sólo trabajos temporales, interinos o a tiempo parcial o que deben recurrir al mercado negro.

En el otro extremo de la sociedad hemos visto a menudo incrementarse los ingresos de los dirigentes de las grandes empresas en unas proporciones considerables, mientras que estas mismas empresas rechazaban un aumento de salario muy limitado para unas categorías más amplias de trabajadores. Unos escándalos con una gran repercusión también han arrebatado a la empresa su condición de sagrada, y aquel gran personaje del que se decía que era un emprendedor genial es hoy condenado como especulador o autor de declaraciones falsas destinadas a engañar al fisco. La sensibilidad frente a estos problemas ha aumentado considerablemente; la conciencia de la desigualdad creciente y de la exclusión que no se logra reducir ya está en la mente de todos.Más difícil de entender es la extensión del sufrimiento y de la conciencia de injusticia en unos ámbitos que no pueden ser descritos completamente en términos monetarios: conocemos bien la soledad de muchas personas mayores y la violencia que se ejerce contra niños o contra mujeres, en especial dentro de la familia. La indiferencia hacia las dificultades encontradas por muchos minusválidos, las dificultades de integración o de comunicación de minorías culturales, religiosas o lingüísticas que se extienden cada vez más deprisa en muchas partes del mundo, son temas a los que hay que añadir aquéllos, muy diferentes, relativos a un análisis de las relaciones entre alumnos y docentes en los colegios y, sobre todo, relativos al tratamiento de lo que se denomina la enfermedad mental en los hospitales psiquiátricos o en el conjunto de la sociedad. Los países europeos se han enriquecido lo suficiente como para que los individuos deban hacerse cargo de una parte de los gastos destinados a la enseñanza, a la sanidad e incluso a las jubilaciones, al menos en su gran mayoría.

En cambio, en todos los niveles de ingresos y de la vida social, las causas del sufrimiento y de la desgracia están cada vez más diversificadas, sin olvidar las agotadoras condiciones de trabajo que están muy lejos de haber desaparecido, como han dicho algunos analistas de manera atolondrada. ¿Acaso no debería ser éste el primer objetivo de los europeos: transformar un sistema de intervención pública, que ha perdido gran parte de su eficacia social y cuyos costes son a menudo demasiado elevados, en un nuevo sistema de intervención social, pública o privada, que tendría más en cuenta todos los elementos culturales, relacionales y de identidad cuya importancia es percibida cada vez mejor por todos? Pero este paso de un antiguo sistema de Estado de bienestar a uno nuevo es difícil y hay que evitar que el conjunto de la población tenga la impresión en un momento dado de que se elimina el antiguo sistema de Seguridad Social, pero no en beneficio de uno nuevo, sino en beneficio de un liberalismo que incrementa las desigualdades que, por el contrario, hay que reducir. Y, como he indicado, una parte importante de la resistencia procede de categorías sociales relacionadas con el Estado, pero no debido a que éste sea el principal gestor de la Seguridad Social, sino debido a que éste, según un modelo antiguo, el de las nacionalizaciones, se ha identificado con una acción a favor de la justicia social que se definía, ante todo, por una lucha anticapitalista.

Este problema del cambio de un sistema de lucha contra la desigualdad y la inseguridad a otro sistema -pasando, es verdad, por ciertas medidas de liberalización, pero, en lo fundamental, sin entrar en la lógica de la gestión neoliberal- es el problema central de los países de la vieja Europa y los grandes debates políticos deberían entablarse alrededor de él. Pero estos problemas son tan grandes y tan difíciles que los partidos de izquierda dudan en lanzar reformas, mientras que una parte importante de su electorado forma la mayoría de lo que se pueden denominar sectores protegidos o incluso excesivamente protegidos. Por su parte, los partidos de derecha sólo critican el antiguo sistema del Estado de bienestar con el fin de favorecer una liberalización que, en el estado actual de las cosas, probablemente provocaría, al menos en numerosos países, graves desórdenes sociales. Italia, Alemania, España, Gran Bretaña y Francia, sin contar Holanda, Bélgica y los países escandinavos, se enfrentan a los mismos problemas. Por lo tanto, es necesario que la izquierda y la derecha se definan en todas partes del mismo modo en relación con las soluciones propuestas a este problema del cambio del antiguo al nuevo Estado de bienestar. La desorganización política, que trae consigo una pérdida de interés de la opinión pública por las elecciones, reproduce fielmente esta impotencia para exponer los problemas y proponer soluciones.

Necesitamos con la mayor urgencia construir una situación bastante análoga a la de finales del siglo XIX, que opondría directa y claramente a los liberales y a los socialdemócratas, que probablemente deberían ser denominados de otro modo, aunque la mayoría se resisten a ser llamados socioliberales, lo que, sin embargo, corresponde en parte al sentido de las reformas emprendidas. En la vida europea, los problemas de organización, de integración de nuevos países e incluso de construcción de una política internacional, aun siendo de la mayor importancia, son menos importantes y menos centrales que los de esta transformación del Estado de bienestar, que algunos consideran que ya ha sido iniciada en Gran Bretaña por Tony Blair. Esta transformación, que parece mejor vista hoy en España, que choca con grandes resistencias en Alemania y que apenas ha sido iniciada en Italia y en Francia, debería situarse en el centro de nuestras preocupaciones y es razonable pensar que la vida política se reorganizará alrededor de estos problemas en las próximas décadas. Entonces, podremos de nuevo saber lo que significa ser de derechas o de izquierdas.

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