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Columna
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Capitalismo cansado

Todo el mundo se mete con la literatura de aeropuerto, con esas librerías de lectura rápida y muy mezclada, tipo ensalada fast food, pero tengo para mí que son una de las más preciosas fuentes de información del nuevo siglo y hacen muy mal las élites, todavía tan apocalípticas con todo lo que suene a masa y a comercial, los dos tradicionales horrores intelectuales, en despreciar esos títulos que triunfan en los aeropuertos.

Por ejemplo. Allí, en el estresante momento de embarcar, descubrí yo un día el huevo de Colón de las neovanguardias del globo y mucho antes de que tuviera la menor noticia en las librerías de culto y los críticos de guardia. Intentaba comprar un libro para matar el vuelo, algo de género muy específico, de pureza literaria o ensayística, de escritura incontaminada, de recio formato narrativo y codificado en la mayor, pero la literatura de aeropuerto me ofrecía justamente todo lo contrario a lo que yo, en plan antiguo, salivaba en el momento de emprender el vuelo. Eran géneros mezclados, ensayos híbridos, novelas mestizas, formatos de fusión, narrativas contagiadas por virus bastardos, escrituras y temáticas cruzadas, todo muy contaminado, la apoteosis narrativa del revoltijo. Sólo mucho tiempo después de aquel descubrimiento supe yo que exactamente así suenan las nuevas y muy mezcladas vanguardias del milenio. Suenan como suenan los aeropuertos, pero sin ninguna prosodia apocalíptica: a argamasa, totum revolutum, conglomerado, fárrago, amasijo y adulterio. Y a multimedia ligeros, claro.

Desde entonces me tomo muy en serio la literatura de aeropuerto. Basta echarle un vistazo a los títulos, siempre globales y sincronizados, para entender por dónde van los próximos vuelos. Mi último descubrimiento en una librería de aeropuerto también puede ser otro huevo de Colón, como lo de las neovanguardias alegremente contaminadas que liquidaron, ay, la era de la pureza y lo específico, pero yo no descartaría que esta vez se tratara de algo más serio.

Veamos. Cambio de plano y de secuencia y me dirijo arrastrando penosamente la bolsa de viaje (sin ruedas) hacia las estanterías especializadas en esos manuales para hombres y mujeres de negocios. Recuerdo perfectamente la última vez que visité en una librería de aeropuerto la sección business, en plena burbuja Internet. Los ejecutivos que merodean por la sección siguen cortados por el mismo patrón, el ya célebre canon "Zaplana en el puente aéreo", pero los títulos han experimentado una asombrosa mutación. Ya no se trata de agresivos manuales de autoayuda para crear una nueva empresa en quince días, fabricar una start-up en el garaje, convencer al cliente en 30 segundos, cómo hablar sin decir nada comprometedor en el consejo de administración, maquillar el plan de contabilidad sin que se noten las arrugas y los zurcidos, mejorar la cuenta de resultados gracias a la ingeniería financiera, cómo sacarle más rentabilidad a las inversiones sin cabrear a Hacienda o aquello de móntate rápido, muchacho, un plan de stock-options. Incluso habían desaparecido de los títulos empresariales las palabras "excelencia", "modélico" y "eficacia" firmadas por masters en las célebres escuelas de negocios del Opus. Ni rastro de todo aquel neocapitalismo salvaje, altamente motivado y acelerado. Ahora, la librería business del aeropuerto emite otros ruidos, mucho más sosegados y terapéuticos. Al lado del ya citado libro de Corinne Maier sobre cómo vaguear en la empresa (Buenos días, pereza) y el de Carl Honoré sobre el contagioso movimiento Slow (Elogio de la lentitud), cientos de títulos de autoayuda más o menos budista para combatir el estrés de los negocios, eliminar la tensión, la hipertensión y el colesterol malo, adelgazar el yo, adoptar el método zen (plagiar a Zapatero aunque se vaya disfrazado de Zaplana), maquinar la prejubilación soft, curar con o sin pastillas la depresión corporativa o descubrir la felicidad personal en medio del horror económico. En cualquier caso, siempre títulos, fórmulas y terapias para después de la cruenta batalla empresarial, para medicinar las heridas provocadas por la cuenta de resultados.

Coño, me dije, el capitalismo está muy enfermo. Al menos, ojeada esta nueva literatura de aeropuerto, los capitalistas parecen muy, pero que muy cansados, tienen serios problemas de salud, son carne de psiquiatra y, sobre todo, ya no están motivados como hace un par de temporadas financieras, cuando no había nada más allá de la tasa de beneficio, la sutil línea roja de los números azules y la zanahoria de las stock-options. Durante la clandestinidad franquista siempre había oído a los comisarios políticos profetizar, para motivarnos, aquello de que el capitalismo, como dijo Marx, moriría de sus propias contradicciones, pero nunca habría sospechado que se tratara de esta clase de enfermedades tan psi, y encima ahora que la tasa de beneficio es mayor que nunca y el capitalismo ya no tiene competencia por la liquidación por derribo del negocio enemigo. En cualquier caso, aquí tenemos un problema. Aunque el capitalismo vaya viento en popa, está claro que los neocon de aeropuerto están muy fatigados y, sobre todo, desmotivados por la tasa de beneficio. Resulta que a estas alturas de la peli están descubriendo aquello que repetía mi abuela Benigna en la era de la cartilla de racionamiento: que el dinero, Juanín, no hace la felicidad.

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