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Columna
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El alto el fuego de los exhaustos

Tiene mucha razón Shlomo Ben Ami cuando dice que el cese de la violencia en Palestina no es la paz de los valientes, porque no se ha llegado a la paz, y han sido inútiles las exhibiciones de valor suicida. Muy al contrario, es el alto el fuego de la derrota; la de la Intifada, que ha producido resultados diametralmente opuestos a los que perseguía.

A los cuatro años de insurrección, tras casi 4.000 muertos palestinos y un millar de judíos israelíes, el terrorismo de Hamás está sin resuello; es debatible si ha perdido la guerra o sólo una batalla, pero necesita un periodo de tiempo, seguramente prolongado, para volver a respirar; como el IRA, ha empezado a cansarse de ver que era imposible la victoria, pero no parece que haya llegado, a diferencia de los republicanos del Ulster, al convencimiento irrevocable de que la violencia es contraproducente. Y ésa es la razón fundamental por la que el presidente Mahmud Abbas le ha arrancado a la organización terrorista una hosca e informal aceptación del cese de hostilidades; de igual forma, el primer ministro israelí, Ariel Sharon, se ha visto obligado a detener una guerra que estaba ganando, porque es lo mínimo que puede hacer para dar gusto a la diplomacia norteamericana.

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Las motivaciones del terrorismo palestino, más allá del puro y simple odio a Israel, eran las siguientes: recordarle a la Autoridad autónoma que no podía hacer una paz basada en concesiones territoriales o la renuncia al regreso de los refugiados, único punto en el que ha tenido algún éxito, en la medida en que el terror ejerció una presión suplementaria sobre el entonces presidente Yasir Arafat; hacer la vida insoportable a los israelíes, para que un cierto desistimiento psicológico dificultara el proceso de colonización en los territorios, notablemente, Jerusalén-Este y Cisjordania, caso en el que el fracaso ha sido total, porque las colonias crecen a diario; y, por último, dejándose llevar por el espejismo de que la retirada israelí del Líbano sur, atribuible a la acción de la guerrilla de Hezbolá, podía reproducirse en Cisjordania, convencerse de que era posible hacer pagar a Israel un precio tan alto por la ocupación, que no valiera la pena mantenerla.

El desastre de la Intifada ha sido también exterior, porque para todos aquellos que crean que la solución del conflicto pasa por la aplicación de las resoluciones de la ONU -que piden la retirada total israelí y abrirían la puerta a la fundación de un Estado palestino viable- se hacía mucho más incómoda la defensa de esas posiciones. Y el terrorismo era, a mayor abundamiento, la justificación perfecta para la sistemática demolición israelí no sólo de Hamás, sino, por elevación, de toda la estructura de poder palestina.

¿Adónde se va desde este alto el fuego, si se consolida, y los palestinos viven un poco mejor e Israel deja de temer la carnicería en la parada del autobús? Hay una posibilidad, no necesariamente de paz, pero sí de que se firme algo con ese nombre, caso de que Sharon coja esa oportunidad al vuelo.

El mundo palestino se halla en situación parecida a la de la OLP en 1991, con la convocatoria de la conferencia de Madrid, y en 1993, con la firma de los acuerdos de Oslo: un estado de agotamiento y ruina extremos que afectan no sólo a la fuerza terrorista, sino a toda la ciudadanía. Y, al igual que su predecesor, Abbas es también susceptible de querer firmar algo que le dé un territorio al que quepa llamar Estado palestino, sobre la base de unas pretensiones probablemente bastante más modestas que las del presidente Arafat en Camp David, julio de 2000, ceñidas al cumplimiento por parte de Israel de las resoluciones 242 y 338 de la ONU.

Sólo hay una salvedad a esa honda extenuación palestina: la de que ni Abbas ni nadie puede aceptar una solución que, formalmente, niegue el derecho a recuperar todos los territorios, Jerusalén-Este incluida; pero esa dificultad puede superarse haciendo que el documento sea interino, provisional, preliminar a un acuerdo final, y luego ya veremos. No está nada claro que eso tenga que ser, forzosamente, la paz, ni que la postración de Hamás vaya a durar para siempre, pero Israel puede tener próximamente una oportunidad de oro de firmar una de las paces más favorables de la historia.

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