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Cara y cruz del profeta del 'reggae'

Diego A. Manrique

La albacea del legado de Bob Marley es su viuda, Rita. Una mujer de escasa educación que ha demostrado un pasmoso temple al afrontar -y ganar, en la mayor parte de los casos- docenas de enconadas batallas judiciales por el control de sus discos más populares y su imagen, que ahora sirve para vender todo tipo de productos. No obstante, Rita hace una distinción clara entre el mensaje "rastafariano" del difunto, que ella suscribe, y su comportamiento como ser humano.

Rita ha dictado una autobiografía, No woman, no cry, traducida hace unos meses al castellano por Ediciones B, que describe una pobreza inimaginable: Marley ya era reconocido en Jamaica, como parte de los Wailers, pero la pareja vivía en una choza; Bob sólo tenía un par de calzoncillos, que Rita lavaba cada noche. No woman, no cry retrata a un Bob nada ejemplar, aunque menos desalmado que sus amigotes, capaces de saquear la taquilla de un concierto benéfico pensado para construir una escuela rasta.

Machista y violento

Machista y violento, el cantante dejó de cohabitar con Rita cuando le llegó la fama mundial, trasladándose a una mansión en Kingston, donde vivió con diversas amantes de clase media o alta -una de ellas llegó a convertirse en Miss Mundo- que despreciaban a la esposa. Aun así, Rita se ocupó de criar a algunos de los hijos bastardos procedentes de esas relaciones. Por el contrario, Bob no concedió a su mujer oficial esa misma libertad y se mostró agresivamente celoso, aparte de imponer su voluntad sexual sobre ella cuando ya estaban separados; de aquella violación nació otra criatura. Tampoco mostró mucho entusiasmo por la carrera de Rita como solista. Según ella, Bob era tacaño con su numerosa prole o con su propia madre, Cedella Booker, una dama muy religiosa que estos días ha estado cantando en Addis Abeba.

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