Un abrazo en el Congreso
Los invitados especiales que rodean a la Primera Dama en la tribuna de honor del Congreso son siempre elegidos con toda intención por la Casa Blanca para que actúen como mensajes humanos de lo que interesa destacar en el discurso. Por eso el miércoles por la noche estaban con Laura Bush la hermana Constancia, una monja católica que dirige un plan de asistencia a encarcelados en Virginia; el sargento Norbert Lara, que perdió un brazo en Irak; profesores y maestras, soldados y trabajadores sociales, médicos y empresarios y un grupo de voluntarios que participaron en la ayuda del tsunami (aunque Bush no mencionó la tragedia en su discurso).
El presidente destacó la presencia de Safia Taleb al-Suhail, cuyo padre fue asesinado por los servicios secretos iraquíes hace 11 años. Safia enseñó su dedo manchado de tinta -decenas de congresistas e invitados también lucían índices entintados como homenaje a los iraquíes- y dio las gracias. Inmediatamente después, Bush puso en pie a otros dos invitados, que se sentaban detrás de la iraquí y la Primera Dama: William y Janet Norwood, padres de un soldado muerto en Faluya. Janet y Safia se fundieron en un largo abrazo entre lágrimas -Bush las estaba conteniendo- con la Cámara puesta en pie, aplaudiendo. La madre del soldado tenía entre los dedos la chapa de identificación de su hijo Byron.
La noche registró las habituales formalidades de los discursos solemnes, con diferencias con respecto a otros años. Algunos señalados demócratas -el senador Ted Kennedy, por ejemplo- no asistieron; otros, como Hillary Clinton y John Kerry, aplaudieron cuando más unanimidad hubo -la expansión de la libertad en el mundo y la necesidad de mejorar los cuidados médicos en EE UU-, pero el bloque de oposición estuvo en silencio cuando el presidente habló de su propuesta de privatización parcial de las pensiones.
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