Visión del lobo al amanecer
Animales al paso en una intensa caminata por la montaña asturiana
Un trasnochador de retirada, al volante de un vehículo rojo y ruidoso, me adelanta en una curva instantes antes de alcanzar las primeras casas de Páramo, último pueblo asentado en los inicios de la subida a Puerto Ventana. El resplandor de los pilotos traseros delata la estructura de un hórreo instantes antes de quedar sumido en intachable oscuridad. La calzada comienza a auparse con ambición, entre vueltas y revueltas teñidas de negro en esta noche extrema de menguante, hasta alcanzar un primer rellano en el que las praderas apuestan fuerte por ganar la partida al bosque que, a partir de este lugar, se apropió de los taludes del monte a mayor gloria del paisaje. Muy pronto la carretera se sumerge en la espesura, transitada por los animales salvajes entre el ocaso y la madrugada.
A medio camino estaciono el coche en un pequeño entrante para comenzar la ruta a pie. No es ésta precisamente una noche de lobos, una de aquellas que distorsionan la sombra en jirones siguiendo el mandato de la luna llena, no. Cualquiera diría, tan grande es el sosiego, que el bosque está en trance; con razón las cigarras y los grillos aguardaron el turno de los meses para alborotarlo, aunque todos sabemos que la actividad es frenética en la fronda durante estas horas previas a la aurora.
Casi a tientas, aunque no a ciegas, asciendo unos cientos de metros hasta alcanzar un camino compadre de un riachuelo. Hay que asegurar el paso y aguzar la mirada para seguir un trazo interrogante que por dos veces se precipita hacia la corriente y la traspasa izado sobre dos troncos, en precario equilibrio, arrojados entre orillas. La cabaña de La Rumiada, en la que entretejen su enredo los artos, las ortigas y el muérdago, se presiente como un bulto que amenaza ruina cuando la vereda troca su rumbo hacia lo cimero del hayedo de Monte Grande. Son maitines de duendes y xanas; el instante en que la oscuridad se adueña más, si es que todavía puede, de las tinieblas. Un lapso, fugaz pero apreciable, que abre paso de inmediato a las primeras sombras y al chispazo gris que empaña la lejanía, pigmenta el bosque y oculta los animales nocturnos. Son los últimos compases que por hoy entona la curuxa y el retiro de los noctámbulos en la espesura.
Minutos mágicos
El andar apresurado del corzo y el poderoso vuelo de las torcaces, unido al murmullo de las ramas agitadas por el aire, son los sonidos del bosque al rayar el alba. Colosales hayas añejas se disgregan por el matorral cuando, poco a poco, la capa vegetal da paso a un suelo pedregoso que aumenta las especies arbóreas pero limita su crecimiento; lo que permite contemplar en la lejanía los pueblos colgados en las laderas del monte.
El viento, que en los últimos minutos sopló con intensidad, nos hace sospechar que la fauna se encuentra a su resguardo en la falda que pronto alcanzaremos. Así es. Por debajo de la senda crecen unos peñascos hoscos entre los que pace sosegadamente un rebaño de rebecos. Después de contemplarlos un rato aparezco con descaro, obligando a la patriarca de la cabrada a dar un silbido de aviso que induce a poner en funcionamiento sus ágiles extremidades con celeridad de camuflaje, para desaparecer al completo con cuatro saltos alados.
Reanudo la vereda hasta que logro un campo amplio de visión que me permite escudriñar los alrededores. Pronto me llama la atención una figura que, a simple vista, puede ser una piedra bañada por el sol naciente, pero que para cerciorarme enfoco con los prismáticos. Qué agradable sorpresa cuando compruebo que se trata de un ciervo echado entre el escobal, del que tan sólo sobresale el cuello canoso que acredita un macho viejo, el aparejo de candiles que corona su testa así lo atestigua. Tanto que, con creces, es el mayor que vi en mi vida. Me recreo durante un tiempo en la contemplación de esa cabeza que el venado gira con mesura para prevenir un posible riesgo, y prosigo la inspección por la redonda que no me enseña más que yeguas, vacas, y un toro notable por su tamaño, que no es poco si le añadimos la belleza de un paisaje sobresaliente en un día luminoso.
Cimas y crestas a contraluz
Prosigo la marcha con el aire a favor, entre espesos piornos que dejan cruzar la obstinación de un reguero y que a duras penas permiten el paso a la senda, tanto que, en ocasiones, desaparece en la espesura y hay que buscarla con ahínco para no perderla y pasar un mal rato hasta encontrarla de nuevo. Los claros escasean y tan sólo se vislumbran cimas y crestas en las que destacan a contraluz las siluetas de los caballos que pastan por las alturas. A mi paso, dos tordos revolotean y alborotan el matorral alejándose veloces mientras busco espacio abierto.
Sabía que desde hace más de dos años, por los rastros que encontraba, merodeaban la zona. A veces, en el oscurecer invernal, descubro su presencia cuando, a pesar del sigilo de sus pasos, el manto otoñal delata su vecindad. No conozco la razón, quizá sea la memoria de la especie el atavismo que revoluciona mi sistema nervioso y se adelanta al conocimiento, visual y cerebral, de su comparecencia erizándome el vello de los brazos. Por su culpa o por la mía nos habíamos visto la cara sin cruzar nuestro camino. Próximos sí, pero nunca a cuatro metros de distancia como sucedió en esta ocasión.
En el rellano inmediato adivinaba el fin del piornal de las Navariegas, que en los estertores estrechaba el cerco. Todo sucedió en la salida a uno de los últimos claros cuando, de improviso, me topé con la silueta esbelta de dos lobos sorprendidos por mi presencia. El menguado ruido de mis pasos y el hecho de tener el viento a favor, confundió su juicio venatorio. El aguarde que estaban elaborando para desayunar una cría de corzo, jabalí o raposo se volvió tordo. No se lo creían, dudaban de lo que estaban viendo; de ahí su sorpresa mayúscula. Descubrimos nuestra mutua presencia a la vez y los tres establecimos la misma táctica. Inmóviles como estatuas, sin pestañear; yo, para hacer duradero el lance disfrutando del momento, ellos, sin inquietarse, me miraban a los ojos para adivinar mis intenciones. Ni un solo gesto de cólera o nerviosismo durante, más o menos, medio minuto que duró nuestro encuentro sin palabras. Hasta que, ya sin prisa y sin volver la cabeza, se internaron en el ramaje.
No acabaron aquí las alegrías, ya que, a punto de alcanzar el cordal, me dirijo a una fuente de buena agua y, a punto de alcanzarla, vuelo una gacha entre los pies; especie que hacía años no veía por estos andurriales. Ya de retirada, para completar la jornada, diviso un zorro de regia cola atravesando una braña abandonada.
¿Se puede obtener mayor recompensa que esta explosión de vitalidad en la naturaleza?
Alberto C. Polledo Arias resultó finalista con este texto en la última edición del concurso de relatos de viajes de El País-Aguilar.
GUÍA PRÁCTICA
Dormir y comer- Hotel restaurante Casa Manolo (985 76 4382). En Páramo. La habitación doble, 39 euros con desayuno. En el restaurante, menú entre semana, 7,20. Sábados y domingos, 15 euros.- Turismo rural La Focella (985 76 46 52). En el concejo de Teverga. Dos apartamentos, uno para dos personas (42 euros) y otro con capacidad para cuatro personas (60 euros).- Restaurante Casa Laureano (985 76 42 13). Doctor García Miranda. San Martín de Teverga. Menú entre semana, 7,20; fin de semana, 15 euros.- www.vivirasturias.com ofrece un buscador de alojamiento con fotos.- Club de Calidad de Casonas Asturianas (985 23 30 23; www.casonasasturianas.com).Información- Turismo de Asturias (www.infoasturias.com).- Oficina de turismo de San Martín de Teverga (985 76 42 93; www.infoteverga.com, aún en fase de construcción).- Centro de información turística de la Mancomunidad de Proaza, Quirós, Santo Adriano y Teverga (985 76 16 16; www.vallesdeloso.org).
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