"Para morir siempre había tiempo"
Los españoles deportados a los campos nazis reciben hoy su primer homenaje oficial
"Cuando me liberaron, llegamos a París y no lograba acordarme de mi nombre. 4534, 4534, repetía sin parar. Tardé un mes y medio en darme cuenta de que era una persona". En 1945, Jaume Álvarez había reducido su vida a la supervivencia. Y su nombre, a un número, el que le dieron los alemanes en el campo de concentración de Mauthausen (Austria). Jaume, como otros 10.000 republicanos deportados a los campos de concentración, es español, pero sólo los franceses y los alemanes han reconocido su tragedia y les han compensado con dinero y homenajes. Hoy, por primera vez en la historia de España, el Congreso aprovecha la conmemoración del 60º aniversario de la liberación de Auschwitz (Polonia) para honrar también a la deportación española.
"Los españoles moríamos, a los judíos los mataban", recuerda José Simón, preso en Mauthausen
Jaume Álvarez vive ahora en Barcelona y tiene 86 años. La mayoría de sus compañeros han muerto sin homenaje. Su asociación, la Amical de Mauthausen, reivindica su memoria y organiza el que será, probablemente, el último viaje al campo del horror con supervivientes, para conmemorar la liberación, en mayo de 1945.
Dicen que los viejos tienen problemas con los números. Pero estos viejos repiten con precisión los suyos. A José Simón, otro catalán que también cayó en Mauthausen, le obsesionan tres: "Cuatro años, once meses y tres días", repite a cada rato. Es el tiempo que estuvo en el infierno. Recuerda cada una de esas jornadas eternas de trabajo con nitidez, a sus 92 años. Tanto, que ha escrito un libro que se titula precisamente Cuatro años, once meses y tres días.
"Nos levantábamos a las seis en invierno y a las siete en verano. Nos daban café de bellotas. Pasábamos un hambre horrorosa. Los españoles moríamos así. Cayeron un 65% en los dos primeros años; luego fue algo mejor. Teníamos más hambre después de comer que antes. El campo estaba preparado para 4.000 personas y metieron más de 17.000. Dormíamos pegados. Yo llegué a pesar 30 kilos, y eso que yo era el robapatatas del grupo. Las cocíamos con cal, porque no había fuego, ¡y buenas que estaban! Los españoles nos moríamos, a los judíos los mataban". Los tiraban por la escalera de Mauthausen. Simón, como todos, recuerda bien sus 186 escalones. "Desde abajo veíamos cómo los mataban. Una vez obligaron a un judío a empujar a su hermano. Se le agarró a las piernas y el oficial alemán le gritó: 'Pégale en la cabeza, que perderá el conocimiento y así los podrás tirar'. Y lo tuvo que hacer para matar a su hermano. Entonces el alemán les gritó a todos los judíos: 'De los demás no se sabe si saldrán o no, pero ninguno de vosotros lo conseguirá, entráis por la puerta y salís por la chimenea. Y era verdad, allí no quedó ni un judío. Aniquilaban nuestra voluntad; lo más heroico que se podía hacer era suicidarse, y algunos lo hacían. Es difícil entender por qué aguantábamos, pero es que para morir siempre hay tiempo, amigo".
Simón vive en una residencia de ancianos en Sant Pedor (Barcelona). Allí volvió "a descansar", con su mujer, hace cuatro años, después de vivir 55 en Francia. Su esposa murió al poco de llegar. Él no regresó de joven por miedo a que lo mataran. En su cuarto tiene libros de Blasco Ibáñez y una colección de tomos sobre el Holocausto y Mauthausen. Mira las fotografías y aún se emociona. "Mira, éste es un amigo español que le dieron por muerto y cuando se despertó estaba en medio de miles de cadáveres, pero pudo salir".
Primero pasaron el horror de la Guerra Civil, "me metí voluntario con 17 años", dice Álvarez. "Y yo con 15", añade Enric Marco, presidente de la Amical de Mauthausen; luego Francia los metió en campos de concentración. "Yo estuve en Argéles sur Mer con otro medio millón de españoles", cuenta Álvarez. "A un lado el océano; al otro, la verja protegida por soldados senegaleses, y dentro, la lluvia y el hambre. Nos dieron a elegir: España, campos de trabajo o la legión francesa. Antes o después, muchos caímos en manos de los alemanes. Yo me fui a la Legión, pero otros muchos no querían ni escuchar ese nombre tan asociado a Franco".
Luego vino el infierno nazi y al final, la cruda realidad: eran apátridas, nadie les reclamaba. "Algunos creyeron las mentiras de Franco, volvieron y acabaron de nuevo en campos de concentración", cuenta Marco. Sólo entonces, Francia se ocupó de ellos y los consideró veteranos de guerra. "Para ellos tiene hasta un ministerio, algo muy distinto a lo que ocurre aquí", insiste.
Lo único bueno del horror nazi era el compañerismo. Cuando Álvarez no podía recordar su nombre, vino su amigo del alma, Miguelito, y le sacó del bloqueo. Ambos habían memorizado la dirección de la madre y las hermanas del otro. Si uno moría, el otro podía ir a despedirse de su familia, a contarles que pensó en ellos hasta el final.
Marco, de 84 años, se dedica a lograr que nadie olvide su horror. Él estuvo en la resistencia francesa y lo llevaron al campo de Flossenbürg. "Te obligaban a abandonar tu humanidad. Hasta entonces habías amado, habías tenido cariño y respeto. Dentro, nada tenía sentido. Te lo quitaban todo, una foto, una cadena que te pudiera recordar el amor", se emociona. "La primera hostia en Mauthausen me la dieron por intentar tocar una foto de mi mujer que me quitaron", recuerda Jaume Álvarez. "Aún estoy buscando la muela".
Marco da 120 conferencias al año en colegios. "Intento que no se repita, porque nuestra transición se asentó sobre un olvido histórico. Fuimos los primeros en luchar contra el fascismo y cuando los demás lo derrotaron, nosotros los sufrimos otros 40 años. Aún hay chavales que salen 'de caza' con la cabeza rapada a buscar negros. Hay que explicarles, tienen que entender adónde lleva el horror".
Marco dice que cada año, cuando en mayo van a Mauthausen, los españoles reciben homenajes de los italianos, franceses o rusos, que son miles. Ellos son pocos y apenas sin ayuda oficial. Él confía en que este año, "el último en el que podremos ir con supervivientes, que se están muriendo todos", será distinto. Pero eso no convence a Jaume Álvarez para ir: "Juré que nunca volvería, y pienso cumplirlo. Allí no puede haber un solo recuerdo bueno".
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