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Tribuna:LA IGLESIA CRÍTICA
Tribuna
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Miret Magdalena, el diálogo como talante

Juan José Tamayo

Conocí a Enrique Miret Magdalena a finales de la década de los sesenta del siglo pasado en mi tierra natal, Palencia. Yo era estudiante de filosofía y de teología en el seminario conciliar de San José; lo de conciliar no era por el Concilio Vaticano II, que se había celebrado durante la primera mitad de aquella década, sino por el concilio de Trento, celebrado en el siglo XVI. Miret fue a pronunciar una conferencia sobre Píldora, sí; píldora, no en la Casa de Cultura de la ciudad. Acababa de publicarse la encíclica Humanae vitae, en la que el papa Pablo VI, desoyendo a la mayoría de los miembros de la comisión teológica asesora y de los biólogos de todas las tendencias, condenó el uso de los métodos anticonceptivos y volvió a la doctrina tradicional de la procreación como fin primario del matrimonio, cerrando el camino a la planificación familiar. La encíclica fue muy contestada por científicos y teólogos. Con ella comenzó la primera involución de la Iglesia católica, tras el Vaticano II. Miret se mostró muy crítico con la encíclica y defendió la paternidad responsable y el control de natalidad. Cuando vine a estudiar a Madrid a principios de los setenta me reencontré de nuevo con él, y desde entonces somos entrañables amigos y confidentes de tantas esperanzas compartidas en torno a la reforma del cristianismo, muchas de ellas frustradas, y de tantos desencantos por mor de la pertinaz restauración eclesiástica. He tenido oportunidad de tratarlo más y de conocerlo mejor durante los últimos ocho años como secretario de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII, siendo él presidente, cargo del que ha dimitido recientemente al cumplir 90 años, pero con todas las luces mentales encendidas.

Su crítica se dirige al poder político y religioso siempre que abusa de sus funciones

Cinco son las dimensiones de su personalidad que quiero destacar: el analista del fenómeno religioso, el creyente crítico, el intelectual comprometido con la libertad, el teólogo seglar y la persona ecuménica.

Enrique Miret ha estado siempre muy atento al fenómeno religioso y a su evolución en la sociedad española y en el mundo. Uno de sus mejores libros sobre el tema es La revolución de lo religioso, donde estudia la crisis o, mejor, las sucesivas metamorfosis, de la religión y sus causas. Se trata, a su juicio, de una crisis necesaria y positiva, provocada por la secularización, pero también por la incoherencia de las propias religiones. Su análisis no se queda en el fenómeno eclesiástico más visible, sino que va al fondo de la religión que, en la mejor tradición de Pascal, sitúa en el orden del corazón, de la intuición íntima y profunda del ser humano. Miret coincide con el humanista español Juan de Valdés, amigo de Erasmo de Rotterdam, en que el cristianismo "no consiste en ciencia, sino en experiencia".

Como creyente crítico le gusta recordar y practicar la frase de Chesterton: al entrar en la iglesia se nos dice que nos quitemos el sombrero, no que nos cortemos la cabeza. Su crítica se dirige al poder, a todo poder, al político y al religioso, siempre que abusa de sus funciones y se erige en Absoluto, lo que sucede con frecuencia; a las instituciones, tanto eclesiásticas como políticas, cuando se convierten en fines en sí mismas y se olvidan de que son sólo mediaciones al servicio de fines humanitarios y liberadores. Pero su crítica no es agria, iconoclasta, sino templada, que es la que más llega y, a veces, la que más molesta; una crítica que se traduce en propuestas alternativas de transformación estructural, y no cae en el escepticismo de la inacción.

Como intelectual comprometido con la libertad, ha participado activamente durante más de medio siglo en la vida de la sociedad española, primero durante la dictadura tomando postura a favor de la libertad y de los derechos humanos, y ahora en la democracia, reclamando la participación de la ciudadanía en la vida política, social, cultural y económica, y defendiendo los derechos humanos de los sectores más desprotegidos, especialmente de los niños, niñas, adolescentes y jóvenes marginados. A esa tarea se dedicó como presidente de la Dirección General de Protección de Menores durante el primer gobierno de Felipe González, llevando a cabo una profunda renovación de los métodos educativos en los centros de menores. El respeto a los derechos de los niños, adolescentes y jóvenes en los centros de protección y acogida, la supresión de los castigos físicos, la rehabilitación de los menores socialmente estigmatizados y su integración en la sociedad fueron objetivos prioritarios de su actividad social y política.

Como teólogo seglar ha demostrado que el quehacer teológico no es patrimonio de los clérigos y que la clerecía, lejos de constituir una garantía para hacer buena teología, se convierte a veces en un obstáculo por la estrechez intelectual de miras y por el lenguaje eclesiástico críptico empleado. Su estilo de vida seglar se deja sentir en todas y cada una de las páginas de sus escritos. Y con ello el conocimiento de los clásicos de la teología, de la filosofía y de la mística, sobre todo del siglo XVI, que pusieron las bases para el pensamiento moderno y para el discurso crítico. Siempre dispuesto a dar razón de su fe y de su esperanza, lo ha hecho a través de numerosos libros, pero de manera especial a través de múltiples conferencias como teólogo itinerante y de los medios de comunicación -que han sido su cátedra permanente, desde donde ha dictado excelentes clases de teología-; una teología abierta para un mundo mayor de edad en sentido kantiano, en una sociedad secularizada. Su obra teológica más emblemática e innovadora es sin duda El nuevo rostro de Dios, en la que recurre a la experiencia y al lenguaje simbólico de los místicos, entra en la mente de los agnósticos, con quienes muestra una gran sintonía, y, desde su formación científica, dialoga con la ciencia, asignatura pendiente para la mayoría de los teólogos y teólogas de nuestro país. Se niega a hacer teología en un régimen de cautividad como el que predomina hoy en la Iglesia católica; prefiere el régimen de libertad que reina en la sociedad civil.

Enrique Miret es un creyente ecuménico; lo fue desde mediados del siglo XX, cuando lo que imperaba en el ambiente católico-romano, y muy especialmente durante el nacionalcatolicismo español, era el "fuera de la Iglesia no hay salvación". Defendió la libertad religiosa en tiempos de "religión única", adelantándose a la Declaración sobre Libertad Religiosa del Concilio Vaticano II. Siempre se ha mostrado hospitalario con las tradiciones religiosas y espirituales minoritarias, muchas de ellas anatematizadas por el catolicismo y perseguidas por el régimen franquista. Practica una espiritualidad interreligiosa en la que conviven armónicamente y sin contradicción las distintas herencias espirituales de Oriente y de Occidente. Le gusta citar -recitar, mejor- un texto del sufí murciano Ibn Arabí, ejemplo de interespiritualidad: "Mi corazón se ha convertido en receptáculo de todas las formas religiosas: es pradera de gacelas y claustro de monjes cristianos, templo de ídolos y Kaaba de peregrinos, tablas de la Ley y pliegos del Corán. Porque profeso la religión del amor y voy adondequiera que vaya su cabalgadura, pues el amor es mi credo y mi fe".

El diálogo como talante me parece la mejor definición de su personalidad, haciendo realidad en su vida la afirmación de Antonio Machado: "¿Tu verdad? No. Guárdatela. La verdad. Y vamos a buscarla juntos". Y así durante noventa años.

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuría, de la Universidad Carlos III de Madrid, y autor de Fundamentalismos y diálogo entre religiones (Trotta, 2004).

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