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Columna
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Más libertario que libertador

Andrés Ortega

"Los individuos tienen derechos, y hay cosas que ninguna persona o grupo puede hacerles sin violarlos. Tan fuertes y de tanto alcance son esos derechos que plantean la cuestión de qué, si es que algo, pueden hacer los Estados y sus funcionarios". Así se abría el libro Anarquía, Estado y Utopía que en 1974 publicó Robert Nozik (1938-2002) y que ha marcado como ningún otro el pensamiento político de los llamados, en EE UU, libertarios, fase superior del neoliberalismo. En muchos sentidos, Bush se ha presentado en su segunda toma de posesión como un libertador y como libertario: hacia afuera con su defensa a ultranza de la libertad y ataque a la tiranía; y hacia adentro con la "sociedad de propiedad". "Somos el partido de los que creemos que la libertad es la solución para muchas cosas", según Ken Mehlan, presidente de los republicanos

Naturalmente, en el discurso de Bush hay mucha justificación ex post de la invasión de Irak. Ha desaparecido toda mención a las armas de destrucción masiva, al terror o a la guerra contra el terrorismo que articula (mal) la estrategia de esta Administración. Pero también se presenta como un gran transformador, casi un revolucionario en un mundo que, dice, no será seguro mientras no impere la libertad. Condoleezza Rice promete firmeza ante seis "bastiones de la tiranía" (Bielorrusia, Cuba, Irán, Myanmar, Corea del Norte y Zimbabue) y Cheney pone a Teherán como "primero de la lista", lo que confiere especificidad y gravedad a las generalidades de Bush, que no habla de las carencias de libertades en países como Arabia Saudí, China, o la ahora petrolera Guinea Ecuatorial, ni de riqueza y pobreza. Su discurso pierde credibilidad y eficacia con el daño a los derechos más básicos en Abu Ghraib o en Guantánamo. Pero este presidente quiere cambiar el mundo; si tiene que ser a la fuerza, pues a la fuerza. Y ya hemos visto los primeros resultados: una enorme chapuza.

A través de la "libertad", Bush vinculó esta agenda externa a la interna, a la reducción del Estado, de lo público, en favor de esa "sociedad de la propiedad" que hace a "cada ciudadano un agente de su propio destino". Y en ello basa la privatización de las pensiones, de la sanidad u otros aspectos y nuevas reducciones de impuestos. La inspiración -habría que ver a través de qué vericuetos- viene de Nozick (antítesis de John Rawls que tanto ha inspirado a la socialdemocracia), proponente del Estado mínimo, en el papel de mero "vigilante nocturno", o "agencia de protección". Y por eso se puede considerar a Bush -que no es un conservador como tampoco lo fueron Thatcher o Reagan- como libertario, una palabra muy en boga en EE UU que poco tiene que ver con su uso pasado en Europa, y mucho con lo que se podría llamar anarco-capitalismo. Aunque el Partido Libertario pueda considerar a Bush demasiado gastón, el Instituto Cato, uno de los centros que impulsa esta tendencia y que ha mantenido la llama de la privatización de la seguridad social, se reconcilió con Bush poco antes de las elecciones, y parece haber inspirado parte de estas propuestas. Como escribiera uno de sus directivos, Daniel Griswolde, puede que Bush haya sido un gran gastador, pero no ha sido un gran regulador: el coste de sus regulaciones en el primer mandado ha sido de 1.600 millones de dólares anuales, menos de la cuarta parte que la Administración de Clinton o anteriores.

Pero ahí está el déficit en las cuentas, por los gastos militares y los recortes de impuestos, y una Administración penetrada como nunca antes por las empresas privadas y los grupos de interés. O los autoritarios recortes en las libertades en nombre de la guerra contra el terrorismo, o el fin de la permisividad. Bush quiere presentarse como un nuevo Roosevelt, con un nuevo New Deal republicano. Puede acabar más como Teddy que como Franklin, y más libertario que libertador. aortega@elpais.es

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