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Las marejadas del mal

Intenta una sola vez -suplicó Schopenhauer, el rey del pesimismo-, intenta una sola vez ser Naturaleza. Hermosa, lírica, fuente de placer inmenso, objeto de nuestra relativa gratitud, la Naturaleza, de tarde en tarde, nos golpea y nos dice: puedo ser, también, el origen de un inmenso mal.

Pensamos en la Naturaleza. La Naturaleza no piensa en nosotros. Y cuando nos castiga, nos obliga a pensar, así sea momentáneamente, en nuestros propios tsunamis contra la Naturaleza. Nosotros y sólo nosotros somos culpables de la lluvia ácida, del hoyo en la capa de ozono, del calentamiento global. La desertificación es obra humana: millones y millones de áreas irrigadas o receptoras de lluvias están hoy al borde del yermo. La invasión del desierto provoca más pobreza y más emigración. Si llegamos al suicidio ecológico, la culpa será nuestra, no de la Naturaleza.

"El universo requiere una eternidad", escribió Borges añadiendo que, en el cielo, crear y conservar son sinónimos. En la tierra, son verbos divorciados. El atentado humano contra la Naturaleza repercute en todos los ámbitos de 1a vida. Pobreza: casi dos mil millones de seres humanos -la tercera parte de la humanidad- viven con un dólar o menos al día. Se estima que eliminar la pobreza representaría un gasto de 40.000 millones de dólares anuales, y proporcionar salud, educación, agua potable y planificación familiar a quienes carecen de todo esto, otra suma igual: 80.000 millones anuales, o sea, el equivalente al menos al 1% del ingreso global. ¿No puede la globalidad destinar esa fracción mínima a estos propósitos máximos?

Pocas cosas chocan más en el estado de injusticia e irracionalidad que es de nuestra hechura, no de la Naturaleza, que la desproporción entre gastos militares y necesidades humanas. Las naciones gastan 800.000 millones de dólares al año en armas. Bastaría una rebaja del 1% para darle escuela a todos los niños del llamado Tercer Mundo. Una sexta parte de la humanidad vive en la oscuridad del analfabetismo. Los países del sur cuentan con el 60% del estudiantado global, pero sólo con el 12% del presupuesto global con fines educativos. Y un avión de caza militar cuesta tanto como 80 millones de textos escolares.

Las hambrunas que año con año se manifiestan de manera desoladora en el África subsahariana son índice de una pobreza que de 1980 para acá ha aumentado en un 70%. De Mauritania a Sudán y de Somalia a Mozambique, la causa del hambre es la falta de poder adquisitivo. No prospera la democracia con pobreza: la sangre derramada el año pasado en Darfur da fe de ello.

¿Puede la solidaridad internacional atender los problemas de la "globalización alternativa", como acertadamente los llama Joaquín Estefanía? La agenda está allí: pobreza, desigualdad, ecología, flujos migratorios, ignorancia. La solución también, aunque es más arduo resolver que indicar. Bill Clinton ha hecho un llamado racional y elocuente. "Se ha vuelto inconcebible que podamos resolver los problemas mundiales si no los resolvemos juntos", escribe el ex presidente norteamericano, proponiendo "una comunidad planetaria integrada, con responsabilidades, beneficios y valores compartidos". Aparte de las medidas nacionales, la dimensión del problema requiere una internacionalización que cuente con el apoyo, añade Clinton, de "la comunidad planetaria, empezando por Naciones Unidas, una organización que todavía se está formando, todavía imperfecta". Y que confronta problemas imprevistos en 1945, año de la fundación de la ONU, cuando sólo medio centenar de naciones firmaron la Carta de San Francisco, frente a los más de doscientos Estados actuales.

Claro está que cada entidad nacional tiene obligaciones precisas y que no habrá globalidad que valga sin localidad que sirva. La ilusoria teoría del "fin de la historia" ha sido desmentida, no sólo por la violencia mundial -terrorismo, guerra, ocupación, insurgencia, más la violencia de la desigualdad y la pobreza- sino por los modelos de desarrollo adoptados. Si el modelo capitalista se ha impuesto mundialmente como "el menos malo", no olvidemos que no hay capitalismo sin política. Ésta puede ser democrática, pero también autoritaria. Lo digo porque mientras en América Latina se quiebra el modelo propuesto por el consenso de Washington -inversión externa, Estado mínimo, economía de goteo, más democracia política- en China triunfa el modelo alternativo: el capitalismo autoritario. Sin democracia política, China, entre 1980 y el presente, ha reducido la pobreza en un 80%, ha aumentado la producción de alimentos en un 124% y lo ha hecho con métodos autoritarios.

La América Latina, en contraste, ostenta 200 millones de ciudadanos con ingresos menores de 200 dólares anuales. Sin embargo, somos la región de mayores ingresos entre las regiones pobres del planeta, así como la de mayor desigualdad en la distribución del ingreso. ¿Cuánto tiempo aguantaremos democracia con pobreza? ¿Podemos caer en la tentación autoritaria, creyendo que el autoritarismo trae orden con progreso? O, más allá de esta falaz esperanza, ¿iremos hacia el modelo chino: un capitalismo autoritario pero eficaz?

Habrá que volver una y otra vez sobre este asunto. Éste es nuestro tsunami latinoamericano, la persistencia de la miseria luego de 200 años de independencia y otros tantos de fracasos repetidos entre el país legal prometido y el país real que lo niega.

El maremoto asiático vuelve a ubicarnos a todos en la geografía de la fragilidad y el error humanos. No puede sino deprimir el ánimo comparar las necesidades urgentes del mundo, salud, educación, ecología, cuanto llevo dicho, con el error colosal de la guerra de Bush contra Irak: guerra ilegal, desautorizada, innecesaria, sin previsión ni solución. Sólo la estupidez de esta aventura bélica es superior a su costo material, y éste, al precio de seguir posponiendo los problemas que aquí he evocado. ¿Merecemos el tsunami? ¿Merecían las pecaminosas "ciudades del llano" la destrucción bíblica "por fuego y azufre"?

Se ha dicho que somos los recién llegados al jardín del universo. "Cuide este jardín que es suyo. Evite que sus hijos lo destruyan". La repetida advertencia de la novela de Malcolm Lowry, Bajo el volcán, debe recordarse hoy al lado de la cáustica gratitud que Wagner le manifestó a Schopenhauer por "darle, finalmente, voz a la secreta convicción de que el mundo es malo".

De nosotros depende que sea, si no bueno, mejor.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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