Contracita a ciegas
Tengo la palabra "diálogo" atravesada. No es por su causa, sino por haberla oído tantas veces invocar en vano, o clamar en un desierto de falsas intenciones. Porque quien tiene auténtica voluntad de dialogar no presenta textos hechos que reducen el margen de maniobra de lo demás a la mera corrección menuda, ni caminos trazados que condenan a los demás a las vías de incorporación rápida o a los arcenes. Porque quien respeta el diálogo no fija el horizonte final de antemano, ni advierte además de que en ese horizonte no regirá la baraja común, sino otra (de la que hoy ya sabemos que incluye espadas de Damocles). Porque quien pretende disputar una carrera-negociación limpia no consiente ni desequilibrios en la línea de salida (la mitad de nuestros representantes políticos siguen amenazados) ni en la meta, árbitros parciales (supervisores como el Gran Hermano de la extorsión y el Titadyne).
Pero no es sólo por eso. El "diálogo" se ha ido haciendo en nuestro país un curriculum tan paradójico que esa palabra refuerza hoy la imagen del desencuentro. Presenta además una realidad sociopolítica bipolar, dual; nos encierra en una lógica de dos, insuficiente y/o perversa porque siempre deja algo o a alguien fuera del juego. En un momento en que el ambiente de la actualidad necesita, a mi juicio, todo lo contrario: abordajes corales y expresiones polifónicas. Al diálogo le prefiero, pues, otros conceptos próximos: "conversación", que le gana en anchura, y "debate", que le supera en profundidad.
Estos meses que quedan hasta mayo deberían ser tiempo de conversaciones, término que tiene una gran tradición diplomática y la ventaja de sugerir interlocutores múltiples. Hay que escapar del bipartismo en que tanto se complace el nacionalismo dominante; propiciar intercambios y lecturas multifacéticos y plurilaterales, entre ciudadanos, ciudadanos y representantes, entre vascos, vascos y españoles, españoles y europeos en combinaciones variadas. Y completar los discursos dirigidos (pulso entre dos gobiernos o parlamentos, entre constitucionalistas y soberanistas) con otros mensajes. El análisis de lo sucedido en diciembre, por ejemplo, en la Cámara vasca (ilustrativamente en la votación de Presupuestos) merece liberarse de los abordajes duales y colocarse en una reflexión más global y, al mismo tiempo, más detallada sobre la (des)consideración del poder por parte de quienes llevan decenios ejerciéndolo; sobre la deriva en la administración de los valores comunes por parte de quienes es obvio que han dejado de distinguir con nitidez propiedad privada y cosa pública.
Algunas voces nacionalistas discrepantes se están haciendo oír de un modo significativo, lo que permite -exige- el estimulante ejercicio de adjetivar pluralmente ese ideario, de abrir a los matices la identificación de nacionalismo con este nacionalismo de(l) gobierno. Y, hablando de matices y de distingos, ojalá en los próximos meses propiciemos también un análisis multifacético del papel(ón) interpretado por la Ezker Batua tripartita en este proceso de glaciación de nuestra convivencia democrática.
Por otro lado, el término "debate" connota seriedad. Pedir debates equivale a reclamar para la ciudadanía intercambios caracterizados por el rigor en las formas y el relieve argumental y exposiciones que incluyan la posibilidad de una recepción crítica, es decir, que incorporen las herramientas interpretativas adecuadas. Euskadi es probablemente uno de los lugares del mundo donde el poder más habla de la voluntad popular. Qué noción de pueblo tiene el Gobierno de Gasteiz nos va quedando claro. Para entender su noción de voluntad, basta con acercarse al dato de que todavía hoy el 60% de los vascos afirma desconocerlo todo o casi del célebre plan. Y recordar(le) que en muchos campos, y singularmente en política, la pedagogía es un signo de consideración y respeto. Conversaciones y debates, pues, para impedir que mayo sea una cita-voto a ciegas.
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