De entrada, mucho sí
Una de las ventajas de escribir con antelación: cuando ustedes lean esto, a Turquía le faltarán dos semanas menos de lo que les falta para entrar en la Unión Europea (entrar, no sólo adherirse raramente). Ya sé que los ciudadanos turcos ignoran semejante circunstancia, pero por si alguno de ellos lee este periódico (hay un buen nivel de español por allá, y no sólo gracias a la contribución sefardí; nuestra inclinación turística hacia aquel país y su Instituto Cervantes, cada vez más, también ayudan), y llega a leerme a mí, que sepa que estoy conmovida por su afán de que les abramos las puertas. Conmovida y deseosa de que consigan su meta.
Todos los españoles todos deberíamos conmovernos, porque más allá de las bellezas de Estambul y de los encantos de la Capadocia, Turquía es ese lugar al que acudimos con una idea (el Gran Bazar, exotismo, quizá pasiones), para encontrarnos con un mundo diferente y asombrosamente próximo. Es un islam cuya media luna parece escarchada por el aire frío procedente del Asia Central. Si te pierdes por el Estambul no turístico, el de los trabajadores, te encontrarás con una realidad de diligente lucha por la vida que, más que las costumbres árabes, parece reflejar la aridez proletaria de repúblicas ex soviéticas.
Por todo ello, y aunque a Estados Unidos le parezca bien y tenga sus razones para apoyar el ingreso, creo que Turquía merece estar con nosotros tanto o más que Chipre, cuyos habitantes fueron capaces de votar en contra de su entrada en la UE con tal de fastidiar a la parte turca de la isla Chipre podría adherirse a Gran Bretaña, por ejemplo.
Y entretanto echaríamos una mano (quiero creer) a ese islam moderado que oficialmente se pregona, a las asociaciones de mujeres que trabajan por la igualdad, a quienes lo hacen por los otros derechos humanos. No se ayuda a un pueblo acorralándole y aislándole. Y no se hace, desde luego, en nombre de la ungida cristiandad. Europa de las mezclas, entre otras cosas porque las mezclas ya están en nosotros, lo estuvieron siempre, sólo que nos damos cuenta poco a poco, mal y tarde. Leí en Le Monde que en los suburbios parisienses donde habitan los inmigrantes turcos, las muchachas se ponen el velo y las familias se cierran como moluscos para defender su identidad: pero cuando ven por cable la televisión de su país, la televisión turca, se dan cuenta de que allá son mucho más permisivas las costumbres. Extraños caminos de ida y vuelta tiene la liberación, en nuestros días y satélites de por medio. Con el referéndum sobre la Constitución europea por delante, a muy pocas semanas, conviene que sepamos que sumar es mejor que restar, multiplicar mejor que dividir, y aceptar mejor que negar. Conviene que recordemos, o que informemos a los jóvenes acerca del recuerdo, de lo débiles que son los aislacionistas. De lo vanos y vanidosos que son los aislacionistas. De lo egoístas y faltos de interés que son los aislacionistas. De lo solos que están los aislacionistas, no importa cuánto sea su poder. Por otra parte, los atlantistas se nos quieren merendar. Hay que animarse.
La Europa de la vieja cultura, y eso incluye a los herederos del antiguo imperio otomano, puede confeccionar un traje singular uniendo sus cicatrices, muchas de ellas mutuamente causadas, y afirmar: aquí estamos. Votar no a la Constitución europea, que tiene muchísimos defectos, es, sin embargo, un paso atrás. Es quedarse con el traje chico que ahora llevamos puesto. Quienes estamos a favor del sí afirmamos que esta Constitución es un punto de inflexión en la construcción política de la Unión, supone una ampliación del marco legal para la ciudadanía europea, refuerza nuestro papel en la comunidad internacional, abre cauces para la ciudadanía No es perfecta, pero es necesaria para seguir peleando por otra mejor.
Aparte de que, si gana el no, sé de unos cuantos que se alegrarán, desde inquilinos de la Casa Blanca hasta oradores temporeros en Georgetown. Y sólo por eso, miren por dónde, me da morbo el sí.
Sí, sí, emperador.
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