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Columna
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Rastro animal

El pasado miércoles, en la sección Futuro de este periódico, me llamó la atención el titular de un artículo de Biología que, con el tono aseverativo propio de la ciencia, decía así: "El cerebro humano evolucionó más rápido en tamaño y complejidad que los de otras especies". Es la conclusión a la que han llegado Bruce Lahn y sus colegas del Instituto Médico Howard Hughes, Universidad de Chicago, después de comparar centenares de genes de cuatro especies animales: humanos, macacos, ratas y ratones. Según Lahn, sus estudios prueban una mayor inteligencia de la especie humana en relación a la del resto de las especies. No discuto que el cerebro humano sea ciertamente complejo, pero las afirmaciones de este equipo de científicos son sin duda antropocentristas, es decir, tendenciosas: hay un grado de complejidad en el comportamiento de otras especies que sorprende por los resultados, aunque el cerebro humano no alcance a entender sus mecanismos. No me adentraré en el resbaladizo terreno del argumento de "lo natural", pues puedo considerar que cualquier obra humana (desde un manuscrito a un microchip) es tan natural como una papaya, pero lo cierto es que muchas otras especies obtienen logros formidables sólo con, digamos, "lo puesto" (observemos, por ejemplo, la precisión geográfico-temporal de una migración de aves, el trazado de planos que las abejas realizan en el aire, la construcción de un simple hormiguero), prueba de una complejidad "natural" que los humanos podemos relacionar o no con su cerebro pero que es innegable y escapa a nuestra gran inteligencia.

Es lo que sucedió en el Parque Nacional Yala de Sri Lanka cuando se produjo la terrible catástrofe del tsunami, que ha acabado con la vida de cerca de 150.000 en el sureste asiático. En Yala, una gran reserva de vida salvaje donde se encuentran más de doscientos elefantes asiáticos, cocodrilos, jabalíes, búfalos, ciervos, monos y la mayor concentración de leopardos de Asia, no se ha encontrado muerto a uno solo de estos animales. Cuando para la especie humana la tragedia ya era inevitable y en el Parque de Yala el tsunami arrancaba árboles de raíz y empotraba coches por doquier, todos los individuos de las otras especies, que percibieron a tiempo la catástrofe, habían logrado transmitirse la alarma, organizarse, huir hacia el interior y salvar su vida. Con los perros y gatos, la mayoría callejeros en la zona, sucedió lo mismo, así como con el ganado que no se encontraba encerrado. No mostrar admiración y respeto por esa clase de inteligencia dice muy poco de la nuestra.

Algo, sin embargo, parece ir cambiando en nuestra relación con las otras especies. Hasta hace bien poco, la venta de animales formaba parte del tradicional paisaje del Rastro madrileño. En las calles destinadas a esta actividad, sin control o licencia alguna ni, por supuesto, cuidado y compasión, se hacinaban cajas de cartón llenas de camadas de perros y gatos, jaulas con canarios, jilgueros, periquitos o palomas, cubos con peces y hasta ejemplares de especies protegidas, como tortugas. A nadie parecía importarle la suerte que, por cuatro duros, podían correr algunos, desde el aterrorizado pollito comprado por capricho al niño a los inocentes perros adquiridos para ser destinados a sanguinarias peleas con apuesta. Como en las Ramblas barcelonesas, aquellas calles tan coloristas eran en realidad un territorio de secuestro, maltrato y tráfico, un paisaje de angustia y sufrimiento. Gracias a la campaña iniciada por ANPBA y a su persistencia en las denuncias, el Ayuntamiento cumplió su promesa de prohibir en el Rastro la venta de animales. En una primera etapa, la Policía Municipal pasaba por esos puestos haciendo la vista gorda, actitud que ANPBA no dudó en grabar en vídeo. Esta Navidad, sin embargo, han sido la propia Policía Municipal y la Guardia Civil quienes han confiscado en el Rastro 88 animales destinados a la venta ilegal, algunos escondidos de mala manera bajo mostradores. Por otra parte, la Comunidad ha multado a un galguero de Estremera con 1.500 euros por las malas condiciones en las que vivían sus galgos. La Administración cumple así con sus responsabilidades y con la legalidad vigente, lo que agradecerán muchos de esos admirables y respetables animales. Y lo agradece nuestra humana inteligencia.

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