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¿Vuelta de tuerca?

Por razones que no acabo de entender, en nuestro país los gobiernos de izquierdas -con alguna excepción, que es de desear no se repita- ocupan el poder como si no se sintieran del todo a gusto con él; ofrecen en esto un vivo contraste con los de derechas, que en él se instalan con el aplomo de quien regresa a su domicilio de la capital después de un veraneo más o menos prolongado.

No creo que éste sea un fenómeno exclusivamente nuestro, porque quizá el contraste entre el comportamiento de demócratas y republicanos en EE UU se le parezca un poco. Sea como fuere, esa incomodidad parece llevar aparejado el convencimiento de que algo hay que hacer para granjearse la simpatía de la opinión, como si el haber ganado unas elecciones no bastara. En una época regida más por las apariencias que por la sustancia, ese algo que hay que hacer acaba por ser no una acción deliberada de consecuencias visibles, sino una señal, un guiño que la opinión interpretará favorablemente: se trata, como se dice, de hacer un gesto. El sujeto pasivo de esos gestos suele ser lo que está más a mano, esto es, la propia Administración o los colectivos que le son más próximos: empresas públicas y organismos llamados autónomos. Mediante el sencillo expediente de bautizar como privilegios, prebendas, momios o cosas peores las que habían sido consideradas atribuciones del cargo, los sucesivos Gobiernos han creído ganar en popularidad empeorando, poco a poco, las condiciones en que los altos cargos de nuestra Administración ejercen sus funciones, con igual éxito los Gobiernos de ambos signos: que no iban a ser menos en esto los de derechas.

Viene todo esto a cuento del último gesto: la presentación, ante el Consejo de Ministros del pasado día 10 de diciembre, del anteproyecto de Código de Buen Gobierno (EL PAÍS, 11 de diciembre); un texto de cuyos contenidos cabe destacar, a lo que dice el periódico, lo que se refiere a la dedicación al cargo, régimen de incompatibilidades y asuntos patrimoniales, por una parte; y, por otra, siquiera sea por su valor de anécdota, lo relativo a la eliminación de los títulos protocolarios.

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Los contenidos de la primera parte -dedicación exclusiva, régimen de incompatibilidades, declaraciones patrimoniales- han sido solemnemente bendecidos con la corrección política que caracteriza a nuestros creadores de opinión; aunque, bien mirado, parecen estar calculados para provocar sentimientos de estupefacción entre la ciudadanía, y de cierta indignación entre los altos cargos. El ciudadano ingenuo -pero no tonto- no podrá por menos de preguntarse si esas disposiciones no existen ya. La respuesta será, naturalmente, afirmativa: esos extremos están ya regulados; y, si falta algún detalle, puede suplirlo el sentido común que debiera adornar a todo alto cargo. Lo mismo ocurre con el régimen de incompatibilidades, donde el proyecto, que perpetúa un tratamiento del asunto que me parece perjudicial para la calidad de nuestra Administración, no añade nada sustancial. Y ¿qué decir de los regalos? En una ocasión tuve el privilegio de oír, precisamente de labios de un alto cargo, cuál es la regla no escrita, pero acatada por todo funcionario que se precie: sólo acepta uno aquello que puede comer, beber o fumar. No creo que el texto legal pueda superar ese precepto en concisión y elegancia. Llegado aquí en su lectura, el ciudadano ingenuo -pero no desmemoriado- creerá hallarse ante uno de esos paquetes de medidas estructurales que los sucesivos Gobiernos sacan de un cajón, con pocos cambios de una vez a otra, porque han pretendido regular, o lo obvio, o aquello que la Administración no tiene instrumentos para hacer cumplir: porque ¿qué va a hacer el Gobierno si a alguien se le ocurre presumir en su pueblo de haber sido nombrado subsecretario? ¿Si alguien lleva el casticismo hasta el extremo de sacar aquello de "Vd. no sabe quién soy yo"?

Confieso, por otra parte, que, de hallarme en el pellejo de algún alto cargo, me sentiría profundamente molesto después de haber leído el anteproyecto: en bien poca estima me tiene el Gobierno, pensaría, cuando cree necesario prohibirme por ley lo que ya aprendí de pequeño que no se hacía. Habiendo dedicado unas horas a rellenar la declaración de bienes que todo alto cargo debe cumplimentar desde hace más de una década, no me importaría mucho que esa declaración saliera publicada en el Boletín Oficial, aunque me costaría no interpretar ese requisito como una muestra de desconfianza del Gobierno hacia mí, y, lo que es aún peor, de la ciudadanía hacia el Gobierno. Estas observaciones me dejarían un cierto mal sabor, y sentiría que mis condiciones de trabajo habían empeorado. Claro que pensaría aquello de "si no tiene uno nada que ocultar, no debe temer la publicidad"; pero no tardaría en darme cuenta de que ése no es un argumento en un país que dice proteger la libertad de sus ciudadanos.

Por lo que hace a los títulos protocolarios, la realidad va por delante de la norma, y más lejos que ésta: en las dependencias de la Administración rara vez oirá el curioso los títulos de excelentísimo, ilustrísimo y otros cuya defunción quiere certificar el Código de Buen Gobierno. Ni siquiera es frecuente anteponer "señor" o "señora" al cargo; como, además, la práctica del tuteo está mucho más extendida entre nosotros que en cualquier país en cuya lengua existe esa forma familiar, resulta que, en el trato directo, nuestra Administración debe ser, si no de las más democráticas, sí de las menos estiradas del mundo. Imagínese el lector a un recién ingresado en la Administración del Estado francés dirigiéndose a su superior con un "écoute, ministre", como lo hace aquí su homólogo.

Esta informalidad, por otra parte tan agradable en la vida cotidiana, se debe casi por entero a que nuestros altos cargos son, en su práctica totalidad, funcionarios de alguno de los cuerpos de la Administración: el trato llano entre superior y subordinado es, en el fondo, camaradería entre compañeros de cuerpo, resultado de los sólidos vínculos que ella crea. Esta circunstancia explica, a su vez, el estoicismo con que nuestros altos cargos aceptan molestias como el endurecimiento del régimen de incompatibilidades: dan por sentado que no les afectan, porque no piensan abandonar la Administración; por el contrario, para los que no pertenecen a ella, la aceptación de un nombramiento se convierte en algo cada vez más oneroso.

Así, cuando se hacen más estrictas las condiciones de trabajo del alto cargo, ello tiene consecuencias buenas y malas para lo que de verdad debería importar, que es la calidad de la Administración: por una parte, expulsa de sus filas a quienes -si es que aún quedan algunos- sólo estaban en ella por afán de lucro; por otra, sin embargo, protege de la competencia exterior a quienes sólo están en la Administración porque no encontrarían empleo en ninguna otra parte. No creo que pueda uno adivinar cuál de las dos fuerzas dominará en este caso, pero nuestros Gobiernos harían bien en no ser en exceso idealistas: si el servicio al país acaba por estar reñido con una vida digna y un mínimo reconocimiento por parte de la sociedad, es posible que la abnegación con que los auténticos -y escasos- servidores del Estado desempeñan su función llegue a alturas nunca imaginadas; pero la calidad de nuestra Administración no podrá sino disminuir. Contra esto no es un antídoto la escasa consideración que el anteproyecto de Código tácitamente manifiesta para con los altos cargos. El lector se queda sin saber cuál ha sido la intención del texto: depurar la calidad de la Administración o proteger a sus integrantes de la posible competencia externa en el acceso al alto cargo. A lo mejor, queriendo una cosa, el Código consigue la otra.

Hace algunos años, en el curso de uno de los asaltos a la Administración norteamericana perpetrados bajo la presidencia de Ronald Reagan, a alguien se le ocurrió decir que, de seguir así, la calidad de los funcionarios bajaría irremisiblemente. "De eso se trata", vino a contestar el responsable, "porque la Administración no necesita grandes talentos". ¿Es ésta también nuestra idea?

Las reflexiones anteriores escapan del ámbito estricto del Código de Buen Gobierno. Volviendo a él, una consideración final es obligada: si bien creo observar entre mis conciudadanos un estado de ánimo algo más sombrío hoy que hace unos meses, aún no he conocido a nadie a quien este asunto del Código importe lo más mínimo. No puedo dejar de preguntarme por qué cree el Gobierno que es importante; a quién escucha; quién puede aconsejarle que dedique a este asunto los considerables recursos de tiempo y energía que la tramitación del anteproyecto va a requerir y que, por lo que veo y oigo, deberían estar empleados en alguna otra cosa.

Alfredo Pastor es profesor del IESE y fue secretario de Estado de Economía entre 1993 y 1995.

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