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COLUMNISTAS
Columna
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Prodigios de 2004

"¡Y en el mismo lote, con la artista Maruja Collado, queda adjudicado también el niño cantor Paquito Yepes!", grita el presentador de la subasta benéfica navideña, en una de las muchísimas (todas) grandísimas secuencias de Plácido, la obra maestra cinematográfica dirigida en 1961 por Luis G. Berlanga con guión suyo y del maestro Rafael Azcona. Y allí está el crío correspondiente, vestido de corto y con su enorme cabezón cubierto por un sombrero cordobés.

La chanza introducida en la película venía muy a cuento. Era a principios de una década en la que al desarrollismo económico de los ministros del Opus Dei de este país le iba muy bien una niña cantora llamada Marisol, rubia y de ojos azules, inocente y pizpireta. Igualmente, en la década anterior, más dada a lo milagrero saturrón y al Congreso Eucarístico, lo adecuado fue un niño tierno como Pablito Calvo, receptor de lo sobrenatural vertido en lo cotidiano, y un pequeño ruiseñor como Joselito, que llenaba el cupo Al Triunfo por el Cante.

En el país del "más cornadas da el hambre" parecía lógico que los críos más dotados de las clases populares suspiraran: "Mamá, quiero ser artista". Pero este discurso mío, del que podría deducirse que son las condiciones sociales e históricas las que determinan el florecimiento de los infantes prodigio, es una perfecta estupidez. Quede claro que en todas partes cuecen las mismas habas, y en todas las épocas las cocina el mismo tipo de progenitores. Sólo cambian las cazuelas, los fogones y el combustible. Si la televisión ha trastornado las reglas del juego en el fútbol, su influencia en el descubrimiento de niños artistas no es menor. La publicidad y el consumismo han trastocado las costumbres, y es evidente que hoy día el niño prodigio de Berlanga no se ofrecería en subasta a cambio de unos duros, ofrecidos por el fabricante local de una modesta olla a presión.

Hay más dinero en juego y mucha competencia, y se impone luchar no sólo con las artes naturales, sino también con el cuerpo. Se impone mostrar el género, cambiar la envoltura del caramelo. Antiguamente, a las niñas prodigio se les aplastaba los pechos con vendas para prolongar la infancia prácticamente hasta el matrimonio y a los niños se les disimulaba el bigote y se les eximía de la mili, con tal de que siguieran manando contratos. Con suerte (y eso sí, gracias a la época y sus vicisitudes) salían bajitos y canijos, con lo cual el negocio tardaba en peligrar.

De los niños de ahora, y especialmente de las niñas, se requiere por todos los medios que se conviertan en réplicas enanas de lo que determinan como atractivo las actuales exigencias del espectáculo, y se las desviste como lo hubieran hecho las en otro tiempo llamadas coristas, tanguistas, vicetiples, vedettes de cabaré.

Y da pena, muchísima pena verlas sentadas, a sus nueve añitos, en el halda de papá, con los ojos cargados de rímel, los morros embadurnados de carmín, los falsos pechitos drapeados, los ombliguillos al aire, las melenas laqueadas como patos chinos y ese aire de haber pasado ya por todo sin conocer nada. Da muchísima pena, además de grima, escuchar a papá y mamá cantando las alabanzas de la última ganadora del último concurso al que los dioses confundan, y ver a la nena asintiendo, sin saber la de bofetadas que le va a propinar la vida; creyéndose el centro del mundo; alejada de la realidad, tanto como de su edad. Ignorantes de que la vida da muchas vueltas y algunas son de campana.

Todas son iguales, pobres niñas, y están en todas partes y todos los países: no sólo cantan, también pueden ser misses de belleza (¡a los cuatro años!) y modelos para muñecas. Si se pasean por Internet verán que esas páginas no pertenecen al sótano de la pederastia, sino a la superficie urbana de nuestros días. No carecen, sin embargo, de elementos repugnantes.

Ése es el tipo de espectáculo que también debería desaparecer de la televisión pública. El uso de los niños y de las niñas, su deforme conversión en adultos. Aunque a ellos y a sus padres les guste.

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