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Columna
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El cinismo de Otegi

Arnaldo Otegi sancionó la muerte del Estatuto tras la aprobación en comisión del plan Ibarretxe el lunes. Su gesto sacerdotal respondió a una estrategia bien calculada y de redoblada eficacia al confundir todas las previsiones. No se esperaba su abstención y la novedad añade cierto suspense a lo que pueda ocurrir en el pleno del día 30, en el que se votará el plan. Como es sabido, su aprobación precisará de algo más que la abstención de Batasuna y parece improbable que ésta vaya a decidirse por el sí. Eso supondría aceptar un proyecto de largo alcance en cuya elaboración no han intervenido. Y ni ETA ni Batasuna están dispuestos, al menos todavía, a ser simples agentes pasivos. Pero carezco de dotes proféticas y admito la posibilidad de equivocarme. Si nos ceñimos a lo ocurrido el lunes, el gesto de Otegi era un gesto barato, en cuanto a sus consecuencias para la aprobación del plan, aunque de enorme efecto propagandístico. Preguntémonos también por las resonancias políticas del mismo.

Otegi consiguió, en primer lugar, escenificar un papel de arbitraje que va más allá del que le podría corresponder en el juego de mayorías parlamentario. Se trató de un ejercicio de cinismo que le permitió presentar a Batasuna como árbitro de un conflicto que protagonizan otros: los españolistas y los autoctonistas equivocados. He ahí la raíz de un problema que explica lo ocurrido en los últimos años y que naturaliza la actuación de ETA y los batasunos, nacidos precisamente para resolver ese conflicto. ¡Y voto a Sabino que van por buen camino para lograrlo! Éste fue su segundo mensaje, al cantar victoria sobre uno de los objetivos necesarios (la muerte del Estatuto) para la solución del entuerto, victoria que atribuye a sus filas para así justificar 40 años de desastre. Con un solo gesto, Otegi hizo de la debilidad fortaleza y convirtió a todos sus oponentes en una pandilla de peleles. Un gesto sí valió esta vez más que mil palabras, nada extraño si partimos del nivel de las palabras que lo precedieron y que lo siguieron. ¡Menudo grillerío!

Pese a los denodados esfuerzos de los nacionalistas para liquidarlo, el Estatuto no está muerto, y no parece probable que vaya a morir en un futuro próximo. La expresión de júbilo de Otegi era de pega, un grito de combate que busca efectos internos y externos. Los que pretende conseguir en el mundo batasuno son impredecibles, dependientes del desconcierto, más que del debate, que pueda germinar en su seno. Cara al exterior, trata de provocar el nerviosismo, tanto entre los constitucionalistas como en el nacionalismo gubernamental. La centralidad soy yo, viene a decirnos Otegi con su abstención, y con su gesto pretende provocar deslizamientos topológicos. Su abstención, si se ratifica en el pleno, no cambia lo esencial, pero sí modifica una foto que iba a tener una lectura ideológica. En este sentido, a quien más perjudica finalmente es al nacionalismo gubernamental, más deseoso de un voto negativo batasuno -salvo que se inclinen por el sí- que les aportaría una imagen maniquea de los malos vascos frente al buen vasco -lo dijo Egibar-, así como esa querida impresión de centralidad que los enfrentaría a todos los extremismos coligados en el no.

¿Puede un vasco, haciendo caso a sus sentimientos naturales, rechazar el plan? Creo que fue esto lo que quiso decir Egibar, más que apelar a una distinción excluyente entre vascos. Lo vasco, el reclamo de un supuesto sentimiento natural y su no menos natural traducción política, he ahí el gran venero del voto nacionalista. La emoción localista como expresión política. Y lo triste es que han conseguido centrar el debate ideológico en torno a ese cadáver político: la nación. La gran tarea política de nuestra generación y las venideras ya no es nacional. Se llama Europa. La nación ya no es más que un valor sentimental, el valor añadido de los preciosos cacharritos de loza. Tal vez Otegi acabe por darse cuenta de ello y termine abriéndonos los ojos a todos.

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