_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Gibraltar como indicio

A caballo de su política exterior ensoberbecida y arrogante, el anterior Gobierno del Partido Popular aparentó fiar el regreso de Gibraltar a la soberanía española a la simple empatía personal y política entre José María Aznar y Tony Blair. El resultado fueron unas expectativas ilusorias, unas negociaciones sin base sólida entre los ministros Jack Straw y Josep Piqué..., y el completo naufragio del proceso en el verano de 2002. Aleccionada sin duda por el aún reciente fracaso, la flamante diplomacia de José Luis Rodríguez Zapatero decidió la semana pasada un trascendental cambio de estrategia: se constituye un nuevo foro de diálogo triangular en el que participarán, al mismo nivel, los gobiernos de España, el Reino Unido y Gibraltar, un foro sin agenda ni calendario cerrados en el que cualquier acuerdo deberá ser tomado por unanimidad y, en consecuencia, cada parte -incluidas las autoridades del Peñón- posee derecho de veto. Ni que decir tiene, a Mariano Rajoy y a sus adláteres les ha faltado tiempo para calificar el nuevo diseño negociador de "desatino", "gravísimo error" que perjudica "los intereses generales de España", "humillación para los españoles" y otras lindezas por el estilo. Por el estilo del PP, claro está.

Vistas las cosas con la perspectiva histórica que exige un litigio tricentenario, la eventualidad de que España recuperase Gibraltar ha pasado por fases y enfoques distintos según las épocas. A lo largo del siglo XVIII el enclave pudo ser retomado por el mismo camino que lo había puesto en manos inglesas desde 1704: a viva fuerza; sólo que los asedios ordenados por Felipe V en 1726 y por Carlos III de 1779 a 1783 no tuvieron éxito. Después, desde la guerra contra Napoleón y hasta 1939, el desequilibrio entre las partes vedó el recurso a las armas y bloqueó cualquier reivindicación; ¿cómo iba una España atrasada y sumida en sus guerras civiles a desafiar a la Gran Bretaña, la primera potencia mundial? Más tarde, el franquismo regresó a los métodos de fuerza, aunque sólo fuese simbólica: manifestaciones y eslóganes hostiles y, a partir de 1968, ese asedio light que representaba el cierre de la verja fronteriza.

En suma, la democracia española nacida en 1977 heredó una relación desastrosa con los gibraltareños y, durante los 25 años siguientes, tampoco hizo mucho para mejorarla: arbitrarios e interminables controles aduaneros sólo para fastidiar, maniobras en Bruselas contra -por ejemplo- el libre uso del aeropuerto del Peñón, vehementes protestas ante cualquier visita oficial a dicho territorio, descripciones de éste como un nido de delincuencia económica... y, sobre todo, la empecinada tesis de que el futuro de Gibraltar era un asunto bilateral entre Madrid y Londres, sobre el cual ni los llanitos ni sus representantes políticos tenían nada que decir. La aplicación de esta táctica de acoso y desdén no ha hecho avanzar las pretensiones de España ni un solo milímetro en casi tres décadas. Y ello es así porque, a estas alturas de la historia y dentro de la Unión Europea, nadie puede decidir la suerte de un territorio sin la aquiescencia de sus habitantes. Gibraltar no resulta equiparable a Hong Kong o a Macao por la simple razón de que -afortunadamente- España no es la República Popular China y, además, porque el Reino Unido nunca tratará del mismo modo a una colonia blanca que a una amarilla (véase, en caso de duda, el ejemplo de las Malvinas). Con mucha demora, tanto La Moncloa como el palacio de Santa Cruz parecen haberlo entendido al fin, y sacado conclusiones juiciosas: lo único que cabe hacer, a corto y medio plazo, es crear confianza, desactivar los justificados recelos de los gibraltareños, garantizarles que ellos conservan la llave de su porvenir como pueblo... y esperar que, un día, sean los propios llanitos quienes deseen alguna forma -necesariamente compleja- de incorporación a España. Lo cual, visto desde Cataluña, me parece un indicio esperanzador.

¿Qué tiene que ver -se preguntarán ustedes- el pleito de Gibraltar con la cuestión catalana? Pues a mi juicio existen vínculos, y no me refiero a la presencia de casi 300 catalanes en la flota angloholandesa del almirante Rooke que ocupó el Peñón en 1704 en nombre del rey-archiduque Carlos de Austria (la revista Sàpiens publicó sobre el asunto un interesante reportaje en su número del pasado julio). Tampoco pensaba en aquella vieja y optimista tesis de algunos nacionalistas según la cual, cuando se revise el tratado de Utrecht (1713) para devolver Gibraltar a España, también habría que restituir a Cataluña la soberanía arrebatada en 1714.

Coincidencias históricas al margen, el nuevo rumbo de la política oficial española con respecto a Gibraltar me parece positivo por lo que tiene de aceptación -aunque sea tácita- del derecho de un pequeño pueblo a autodeterminarse, por lo que comporta de superación de la anterior lógica estatalista (la que circunscribía el contencioso a España y el Reino Unido) para reconocer voz y voto a la comunidad humana cuyo porvenir se debate, porque supone sentar un principio crucial: que los gibraltareños no pueden ser obligados a ser aquello que no quieran ser (españoles, en este caso).

A partir de ahí, sin analogías fáciles y con la vista puesta en el inminente debate neoestatutario, un servidor se pregunta: ¿serán los 28.300 gibraltareños más afortunados que 6,5 millones de catalanes, en materia de derechos colectivos? ¿Se mostrará Madrid más dúctil con respecto a una colonia diminuta surgida de una guarnición sin lengua ni cultura específicas, que ante un país milenario con atributos y voluntad nacionales? Víctima tal vez de un ataque de optimismo navideño, quiero creer que no. Pese a los chillidos del Partido Popular, señal inequívoca de que vamos por el buen camino.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_