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Tribuna:
Tribuna
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Una posguerra fría

Creo que hemos avanzado, por fin, con serias dificultades, con tropiezos, con más de un retroceso, en el conocimiento real, sin concesiones o con muy pocas concesiones, de nuestra crisis política de los años setenta. Si uno lee con atención los discursos del Seminario de Derechos Humanos organizado en estos días por el Ejército de Chile, uno encuentra un punto de vista que estaba latente, que se insinuaba a cada rato, pero que no siempre se admitía en forma explícita en las declaraciones de los diversos sectores: el de una enfermedad de la sociedad chilena que no comenzó exactamente al mediodía del 11 de septiembre de 1973, el de un mal que ya tenía síntomas y manifestaciones anteriores, que llegó a su culminación con el golpe de Estado y que pasa en estos últimos años por una especie de larga convalecencia. Por primera vez se trató de insertar los sucesos chilenos dentro del contexto de la guerra fría, lo cual es la única forma de entenderlos, y se lo hizo desde perspectivas, desde sectores e incluso desde culturas políticas diferentes. En esta forma, no se intentó recurrir al contexto de la época para justificar los atropellos a los derechos humanos, como ha sido frecuente en el pinochetismo. Más bien lo contrario. Se habló con un sentido serio, grave, con la solemnidad adecuada, de la responsabilidad de todos, de la izquierda y de la oposición de derecha de aquellos años, y de ahí derivó una condena inequívoca, no relativa, no parcial, de los crímenes que se cometieron y de los actos que derivaban de un terrorismo de Estado. Siempre quedan sectores marginales críticos, insatisfechos, que piden mucho más, pero cuando se sigue toda la evolución del tema desde sus comienzos, y la evolución, sobre todo, de las conciencias, se comprueba que el avance alcanzado, la diferencia entre el lenguaje de hoy y el de ayer, el relativo consenso que se alcanzó a perfilar, son impresionantes. Habría que ser ciego para no verlo. Mientras el senador Hernán Larraín, en su condición de ex colaborador del régimen militar, admitía que habría podido hacer mucho más, y se arrepiente ahora de no haberlo hecho, para impedir las torturas y desapariciones, Ricardo Núñez, actual senador socialista y ex participante en el Gobierno de Salvador Allende, reconocía que la vida política en los años de la Unidad Popular se había degradado, y no por culpa de un solo sector, sino por culpa de todos.

En su discurso en la Escuela Militar, Ricardo Núñez puso el dedo en una de las llagas más evidentes de toda esta situación. Asumió una responsabilidad personal, como joven actor de los acontecimientos de fines de la década de los sesenta y comienzos de los setenta, por no haber "debidamente aquilatado" la relevancia del tema de los derechos humanos. En forma concreta, y dejando en claro que se trataba para él de "una afirmación dolorosa", dijo que "ninguna fuerza política (de esa época) había internalizado profundamente los valores de los derechos humanos". En otras palabras, ni la izquierda que gobernaba con Salvador Allende y que formaba la Unidad Popular ni la oposición de derecha consideraban que el tema de los derechos humanos fuera esencial, de una prioridad absoluta para el país. En la guerra fría se había llevado al primer plano el conflicto de sectores de la sociedad, la lucha de clases, incluso de bloques mundiales, y no se veía en ninguna parte, por más que existiera entre minorías excepcionales, una actitud alerta, de principios sólidos y bien asimilados, frente a los abusos contra las personas. El ejército norteamericano usó métodos repugnantes, violentos, escandalosamente ilegales, en la guerra de Vietnam. Y la contraparte, en la defensa de su territorio y de sus posiciones ideológicas, recurrió a métodos no menos abusivos, todavía más extremos y bárbaros en el caso de las guerrillas del Kmer Rojo y de Pol Pot. Por otra parte, los fusilamientos sumarios habían marcado, en esta parte del mundo, el comienzo de la revolución cubana, y tampoco hubo frente a eso una reacción internacional fuerte, lejanamente comparable a la que se habría producido en estos días. Era una época de conciencia moral dominada por la ideología, unilateral, hemipléjica, como me parece que dijo en alguno de sus ensayos Juan Goytisolo. Ahora parece claro, evidente, pero en aquellos años de confusión no resultaba fácil decirlo.

En Chile, la izquierda pensaba que estaban dadas las condiciones para dar un salto pacífico al socialismo, para cambiar de bloque dentro del enfrentamiento mundial sin necesidad de una verdadera guerra civil, pero esto obligaba a forzar el sistema, a llegar a los límites de la ley, a servirse de algo que se llamó "resquicios legales", a marchar a un ritmo histórico acelerado. Es por eso que hubo economistas oficiales, con responsabilidades efectivas de gobierno, que llegaron a pensar con la mayor seriedad, sin hacerse preguntas, que convenía provocar inflación para facilitar el paso del capitalismo al socialismo. Es una teoría disparatada, de consecuencias sociales desestabilizadoras, altamente peligrosas, pero había altos funcionarios que la explicaban con toda tranquilidad y hasta con arrogancia, como si el desacuerdo fuera indicativo de oscuras culpas políticas. Los intentos de control de la prensa por medio del monopolio del papel, típicos del entonces llamado socialismo real, no son invenciones de ahora. Y la idea de reformar la Constitución para que Salvador Allende pudiera ser reelegido, para evitar una alternancia en el poder, ya formaba parte de la conversación de los políticos oficiales a mediados del año 1972.

La derecha, por su lado, estaba perfectamente convencida, y el discurso de la izquierda solía darle razones para estarlo, de que el socialismo real, una vez instalado en Chile, ya no tendría regreso, como no lo tenía en apariencia en Europa del Este y en Cuba. En esas condiciones, utilizaba los principios de la democracia como argumento contra el adversario, como herramienta intelectual, pero, en definitiva, en último término, sólo creía en la fuerza, y llegado el momento empezó a golpear a las puertas de los cuarteles. El rol en todo este cuadro de las libertades individuales, de los derechos de la persona, pasaba a un desteñido segundo plano. Insistir en el asunto parecía una demostración de ingenuidad, de idealismo más o menos ilusorio. En su visita reciente a Chile, Alain Touraine, con su lenguaje de cientista político francés, con argumentos bien elaborados, nos explicó que el paso desde los años de la guerra fría hasta la situación actual, que se podría calificar en más de algún aspecto como una posguerra, fue un proceso de salida de la era del enfrentamiento ideológico, en que las clases eran más importantes que las personas, a una etapa en que los derechos del ser humano individual, cual

-quiera que sea su raza o su puesto en la sociedad, junto a la defensa de la naturaleza, que también, en cierto modo, tiene sus derechos, pasan a colocarse en el centro de las preocupaciones, en el lugar de prioridad máxima. Si antes se luchaba por una democracia con adjetivos, la democracia popular, por ejemplo, opuesta a la democracia burguesa, ahora se busca una democracia más profunda, más universal, más protectora de los hombres y de su entorno, capaz de beneficiar a todos.

Falta mucho todavía por andar en Chile, pero estos días de mea culpa más o menos compartido, de procesos de la conciencia puestos en marcha por el Informe sobre la tortura y por el Seminario sobre derechos humanos organizado por el Ejército, han sido sorprendentes, originales, importantes. Ha quedado en evidencia que los crímenes políticos del régimen militar no tienen ninguna forma de excusa, pero el comandante en jefe, el general Juan Emilio Cheyre, ha conseguido dejar en claro que el Ejército suyo, el de estos días, es una institución moderna, adaptada al siglo XXI, enteramente ajena al lenguaje y a las prácticas del Ejército del general Pinochet y de sus compañeros de mando. Uno se puede imaginar los problemas que esto ha provocado dentro de las fuerzas armadas y la firmeza que se ha necesitado en más de algún episodio. Hay una historia interna que todavía no sabemos y que probablemente iremos sabiendo de a poco. El discurso del general en el cierre del seminario admite análisis diversos. Yo diría que tuvo algo que se podría definir como una sabia y necesaria ambigüedad. El general, en sus conclusiones, dijo que los demás poderes del Estado y la clase política en su conjunto tienen ahora el deber de hacer más para avanzar en la reconciliación. Hasta aquí, parecía insinuar, se le ha cargado la mano al Ejército en materia de culpas, como si los políticos civiles no hubieran intervenido desde uno u otro extremo. Y ha existido un poder poco mencionado en todo este debate, que habría podido intervenir mucho más, con mucha más fuerza, y que sin duda pecó por omisión: el de los tribunales de justicia. Uno todavía recuerda frases célebres, de lamentable celebridad, de personajes de la Corte Suprema de aquellos años: "Los desaparecidos me tienen curco". Curco, esto es, jorobado, hastiado hasta el tuétano.

Es saludable recordar estas cosas, pero es difícil hacerlo sin entrar en un proceso de recriminación interminable. Ahora veo, por ejemplo, que los comunistas reprochan y condenan amargamente las palabras de Ricardo Núñez. Eso me indica que pierden la oportunidad de renovarse ellos mismos, de ser más convincentes, menos anacrónicos. La Unión Soviética de Leonidas Brejnev estaba muy lejos de ser un modelo, un Hermano Mayor, como se llegó a decir, para el Chile de aquellos días. La historia lo demostró en forma contundente. El solo hecho de recordar esa frase ahora demuestra lo absurdo, lo impracticable, lo teórico de la idea. En cualquier caso, muchas de las intervenciones y declaraciones de estos días nos han traído bocanadas de aire fresco, y esto no ha sido poco.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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