Aznar en el bosque
La película del año, la fábula más reveladora e inquietante de los últimos tiempos, no es la que a partir del pasado lunes 29 de noviembre, día de la comparecencia del ex presidente del Gobierno, se da en sesión casi continua desde la calle Génova y la Carrera de San Jerónimo, dos platós madrileños en los que el Partido Popular está rescribiendo los guiones de su fracaso electoral. La mejor película de este año que acaba es para mí El bosque (en su inglés original, The Village), una aparente historia de terror con la que el siempre interesante director indo-norteamericano M. Night Shyamalan consigue en esta década inicial del siglo XXI iluminar los fundamentos de la nueva razón política dominante, con un logro equiparable al que en los años 80 y 90 del XX supusieron Terciopelo azul de David Lynch (1986) y Lamerica de Gianni Amelio (1994), magistrales apólogos sobre las crisis de una identidad definida por el logos y la sustitución del concepto de nacionalidad por el de pertenencia humana, respectivamente.
Una advertencia. Mi metafórica, cinematográfica interpretación de los hechos recientes protagonizados, no en la pantalla sino en la realidad por el principal partido de la oposición, me obliga a contar el argumento y, lo que es más grave, el desenlace del extraordinario film de Night Shyamalan, y aunque El bosque ya no está en cartel, aquellos de ustedes que piensen verla en sus futuras reencarnaciones en la televisión o el DVD deberían dejar de leer inmediatamente este artículo, salvo que el deseo de seguir mis argumentos sea tan arrollador que supere el efecto de destripamiento de una trama llena de sorpresas inesperadas y recovecos muy sutiles.
Una pequeña comunidad de hombres y mujeres con utillaje, vestimenta y costumbres anticuadas, como de los albores del siglo XIX, vive cerradamente en una aldea, felices, según parece, de su reducto espacial y estrictas normas de comportamiento, regidas por un consejo de Mayores facultado para imponer sus decisiones a la colectividad. Sin embargo, más allá del idílico emplazamiento campestre y por encima del sosiego y contento que define la vida de los miembros de la hermandad, está la amenaza de unas criaturas del cercano bosque, cuya mera existencia y siempre inminentes ataques al pueblecito atemorizan a sus habitantes a la vez que operan como instrumento de unidad comunitaria. Vemos en la primera parte de la película una incursión nocturna de estos enemigos imprecisos (van tapados con máscaras y llevan larga capa), momento en el que la gente de la aldea, avisada por los vigilantes que día y noche otean desde unos torreones los lindes del bosque, se refugia en el interior de las casas hasta que los invasores se han ido, dejando unos perros desollados y algún otro indicio ominoso de su paso. Esos seres, denominados siempre como "aquellos de quienes no se habla", son tenidos por peligrosos y sanguinarios, razón por la cual los pobladores jamás se aventuran fuera del perímetro de sus viviendas y construcciones agrícolas de madera.
Hasta que se produce, por motivo de celos amorosos, una agresión interna que pone en peligro de muerte a Lucius Hunt (interpretado por Joaquin Phoenix), uno de los jóvenes de la aldea; su prometida Ivy Walker (la actriz Bryce Dallas Howard) pide y obtiene el permiso de los Mayores para ir, atravesando el bosque maldito en compañía de otros dos muchachos, a buscar las medicinas que podrían salvar la vida de Lucius. Como era de temer, los maléficos seres aparecen entre los árboles y tratan de impedir violentamente el paso de la muchacha (a esas alturas sola tras la deserción de sus asustadizos escoltas), pero Ivy les tiende una trampa y consigue llegar a su destino, que sólo entonces descubrirá el espectador cuál es: no una urbe mayor y mejor surtida, sino la época moderna, nuestra civilización actual encarnada en una pequeña ciudad provinciana de los Estados Unidos con su sheriff, su colmado, sus potentes automóviles y teléfonos inalámbricos. Este descubrimiento desemboca en las dos revelaciones finales de El bosque: los Mayores fundaron en su día esa congregación arcaica y ficticia huyendo de traumas violentos o graves pérdidas afectivas, y el máximo empeño fue hacer creer a sus descendientes ya nacidos, digámoslo así, en cautividad, que no había otro mundo mejor, más confortable y menos peligroso que el suyo.
El regreso de Ivy con las medicinas y el conocimiento mitigado de la verdad (la muchacha es ciega) no cambiará el curso de la falsificada historia del poblado, ya que el portavoz o líder Edward Walker (padre de Ivy y en la pantalla el actor William Hurt) convence a los Mayores (entre quienes destaca la madre del herido, Alice, interpretada por Sigourney Weaver) de la conveniencia de proseguir con la mentira original que mantiene en un limbo de ignorancia temerosa a los componentes de la pequeña comunidad.
Pese a que la política seguida por los dirigentes del PP en las últimas semanas coincida de forma asombrosa con el espíritu retrógrado y cavernario que Night Shyamalan muy sutilmente expone en su película, voy a evitar la tentación de trasponer el reparto de papeles fílmicos a la vida real, no sólo en aras de la formalidad sino también por un imposible somático; ninguno de los principales Mayores del Partido Popular (Aznar, Acebes, Zaplana) expresa sus engañosos mensajes con la elocuente dulzura de William Hurt, ni encontramos en el staff femenino de dicho partido una mayor del peso específico y la gran presencia física de Sigourney. Ciegas veo muchas.
Por lo demás, los paralelismos resultan evidentes, con un único aunque significativo matiz de diferencia en la localización de exteriores; lo que Night Shyamalan llama pueblo aquí es cortijo, y más que bosque circundante hay en nuestra película popular campos labrados cuya recolección y disfrute no quiere dejarse en manos de unos peones con atuendo, maneras e ideología contrarias. Es uno de los muchos efectos letales de los ocho años de ensimismamiento aznarista: la consideración del político rival y del ciudadano disconforme como criaturas mefíticas y amenazantes, disolutas y antipatrióticas, que con alevosía y nocturnidad (pues suelen ser bohemios francamente desordenados en sus horarios) atentan contra la cohesión grupal. O mejor: tribal. La posibilidad de que fuera de los confines de la comunidad o secta exista otro mundo variado e inestable, diferente en sus comportamientos e ideas, había sido olvidada por nuestro Mayor Primordial, acrecentado su olvido o fantasía por los últimos cuatro años de absolutismo parlamentario y las carantoñas del Gran Hermano Mayor de la Cofradía del Inmenso Poder, fray Bush hijo. Hoy el ex presidente vuelve a negarla públicamente, arrastrando a los suyos a tal delirio.
Conviene recalcar que en esa operación de enclaustramiento autoafirmativo, interesado y excluyente, Aznar se apoyó -y sus secuaces siguen queriendo hacerlo- en otra comunión de intereses que comparte sus mismas paranoias y condenatorio sentido de lo que es y no es justo: la que en nuestro país encabeza Rouco Varela y su propio sanedrín de Mayores, y tan mayores. Para ambos colectivos nacional-catolicistas, todo aquel individuo que no es como ellos, que no tiene su creencia territorial, su fe, su castidad, es no ya (como lo fue hasta hace bien poco) carne de presidio, pero sí alguien peor que ellos, a quien de manera graciosa, condescendiente, se le van dispensando algunos atributos, no demasiados, y siempre haciéndole ver con claridad que se trata de un donativo a regañadientes. Según el criterio de estas agrupaciones seglares o religiosas, lo que tales personas distintas, irregulares, irredentas, buscan en el fondo es dilapidar el caudal que ellos amasaron trabajosamente después de años (o siglos) de defensa -enarbolando si era preciso la espada y la cruz- de una civilización proto-cristiana, cuyos dogmas, mandamientos y valores nos tienen forzosamente que representar a todos o cuando menos, así lo han decidido, son los mejores para el bien común.
Con el propósito de no perder sus bazas o victorias, los practicantes de estos credos pueden juzgar necesaria la invención de un enemigo, exacerbando un enfrentamiento con los opuestos a ellos, convertidos a la menor discrepancia en "aquellos con quienes no nos hablamos". Y es que me faltaba por revelar el secreto fundamental de la película de Night Shyamalan (y de mi propia equiparación fabulada): los malvados seres del bosque no existen. Son espantajos creados por los Mayores del poblado para mantener a raya los deseos de libertad o escape de la parte más joven de la comunidad, encargándose ellos mismos de disfrazarse de monstruitos y desollar a unos cuantos animales domésticos, víctimas sacrificiales de una edificante y, ésta sí, terrorífica falacia.
Vicente Molina Foix es escritor.
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