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Columna
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¡Qué morro!

El asunto ha saltado a la prensa española estos días. Una vecina de la plaza Xúquer de Valencia ha de ser indemnizada con casi 8.500 euros en concepto de daños materiales y morales ocasionados por la contaminación acústica de la zona. Ha fallado así el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, que ha dejado con el culo al aire a todas las instancias previas, como el Tribunal Constitucional, el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana y, por supuesto, la primera a la recurrió la damnificada en busca de amparo: el propio ayuntamiento de la ciudad. Han sido siete años de lucha judicial para conseguir este afortunado desenlace, sobre todo si no olvidamos que algunos vecinos llevan bregando 10 y más años contra el ruido, sin progresos notables.

La noticia, como anotábamos, ha tenido el eco mediático merecido por el precedente que establece y, acaso, por la jurisprudencia que sienta. O sea, por la esperanza que infunde a la población doliente, machacada por el estrépito de distinto origen y naturaleza, pero común por los efectos devastadores que ocasiona en las gentes. En Estrasburgo, sin duda, así lo han entendido los juzgadores, que no en balde nos deben aventajar en ciencia jurídica y sensibilidad cívica. Y no quiero menospreciar a los jueces y tribunales españoles, pero sonrojo habría de darles la poca beligerancia que han mostrado en la persecución de este desmán, decimos del ruido. Quizá sean víctimas de una sordera colectiva y no se enteran del problema.

Y seguimos con la noticia, puesto que no tiene desperdicio. Ahora resulta que el ayuntamiento se niega a pagar la mencionada y moderadísima sanción. Alega que ni siquiera ha sido parte en el proceso y que el condenado es el Estado. Conociendo la competencia profesional de los servicios jurídicos consistoriales muy mucho me cuidaré de cuestionar códigos y leyes en mano tan insólita decisión. Igual tienen razón, legalista al menos, y el asunto, sublimado, alcanza dimensiones estatales, pues casi toda España, al fin y al cabo, está afligida por la misma maldición.

Pero sin disquisiciones leguleyas, a ojo de buen cubero, uno diría que de alcaldesa abajo, los responsables de este racaneo en el pago tienen más morro que el Gobierno de Katanga. No solo desampararon las reclamaciones de la ciudadana litigante, obligada a persistir en el vía crucis contencioso descrito, sino que desde antes, entonces y después han venido exhibiendo una escandalosa incompetencia para atajar el problema. En cualquier hemeroteca pueden consultarse las declaraciones edilicias admitiendo su incapacidad técnica e incluso el vacío de ordenanzas para poner soluciones y proteger al vecindario. De voluntad política para acometer el remedio no hablan, pero se sobreentiende que no ha sido mucha. Y esas lagunas, como es justo, han de pagarse en metálico o en los comicios. ¿O no?

El estrambote de esta historia consiste en la aprobación de un nuevo decreto que desarrolla la Ley de Protección contra el ruido. Uno más. Hay que ser un especialista para estar al corriente de los mapas acústicos que se han elaborado y la normativa que se ha ido acumulando con tan pírrica utilidad. A partir de ahora, si la condena que glosamos marca una pauta, es probable que los ayuntamientos dejen de asumir como una causa perdida este desafío de nuestro tiempo y país y los juzgados afinen el oído y el instinto. Que no sea necesario huir al monte o apelar a Estrasburgo para tener sosiego en nuestra propia casa.

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