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Columna
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El giro sin fin

Hay que reconocer que esta vez los prolegómenos del 11º congreso del Partido Popular de Cataluña habían deparado señales nuevas respecto a la posibilidad de un viraje político. Bien fuese por casualidad o al servicio de una calculada estrategia mediática, lo cierto es que, durante los días anteriores al último fin de semana de noviembre, Josep Piqué declaraba en distintas entrevistas periodísticas cosas como las siguientes: "Quien crea que se puede hacer política en Cataluña al margen del catalanismo político está condenado a ocupar una posición marginal", "el PP no ejercerá de coartada del PSC para rebajar el Estatut", "es muy importante que el conjunto del PP entienda la necesidad de que el PP de Cataluña pueda desarrollar un perfil propio". Al mismo tiempo, un rumor no confirmado pero sin duda endógeno explicaba la disposición de Piqué a promover, con vistas a las citas electorales de 2007, un partido propio, engrosado con hipotéticos fugitivos de Convergència i Unió por la derecha y asociado al Partido Popular español de forma semejante a la Unión del Pueblo Navarro. De cualquier modo -se publicó en esas fechas-, "a partir de ahora, el PP catalán marcará posiciones propias, gusten o no en Madrid".

Antes incluso de que tales indicios pasaran por el cedazo congresual de Sitges, las reacciones de tipo legitimista no se hicieron esperar. En tono menor, pero significativo, Jorge Fernández Díaz enmendaba la ponencia sobre organización territorial para rechazar las veguerías y defender la sempiterna fórmula de provincias y diputaciones. De modo mucho más ruidoso, un sindicato de históricos y de agraviados -del que José Ignacio Llorens se erigió en rostro visible- arremetía contra las supuestas veleidades catalanistas de Piqué y expresaba sin embozo su nostálgica identificación con los recios tiempos de Alejo Vidal-Quadras. "¿Quieres continuar en el PP o quieres marcharte con Piqué?", rezaban (en catalán) unas octavillas de apoyo a Llorens distribuidas durante la sesión de apertura del congreso. Es verdad que durante las horas siguientes, el citado Llorens no logró los apoyos necesarios para presentar una candidatura crítica; con todo, consiguió la firma del 16% de los delegados, y el voto de castigo a Piqué fue del 18,5%. O sea, unos porcentajes superiores a los que hoy registra el PPC entre el electorado catalán.

¿Hasta qué punto tenían fundamento las alarmas de la vieja guardia, las descripciones de Piqué como el "liquidador" del PP de Cataluña? ¿Acaso el partido, libre de responsabilidades gubernamentales en Madrid y reducido a la oposición estricta en Barcelona, se ha soltado el pelo doctrinal y está en trance de cambiar sus esencias? A juzgar por lo dicho y lo aprobado en el reciente congreso, no lo parece en absoluto. No es sólo que, para los oradores ante la asamblea, el adjetivo nacional siga significando única y exclusivamente español. Detrás de esa anécdota semántica, el PPC mantiene incólume una aproximación defensiva, recelosa, refractaria a la cuestión catalana: no había necesidad real de tocar el Estatuto, y "no puede decirse que la Generalitat no dispone de los recursos financieros suficientes" (Francesc Vendrell); deben abandonarse los "estériles debates identitarios" y los "sueños supuestamente utópicos orientados a alejarnos cada vez más de la idea de España" (Piqué); cualquier discriminación positiva en favor de la lengua catalana es inaceptable, "debemos tener mucho cuidado a la hora de plantear reformas constitucionales y estatutarias", y la única descentralización todavía pendiente es la que vaya de la Generalitat hacia los municipios (ponencias política y programática).

Entonces, ¿en qué consiste la anunciada inflexión táctica, la autonomización del PPC? Pues consiste en ir repitiendo, como una jaculatoria, expresiones vacías del tipo "el catalanismo centrista", "el catalanismo plural e integrador", "un nuevo catalanismo abierto e integrador", "el gran partido del centro catalán..."; en rechazar todos los elementos políticos, reivindicativos, simbólicos y sentimentales que el catalanismo ha vehiculado a lo largo de los últimos 100 años; y en proclamar "la incuestionable pertenencia a España". "El giro catalanista no significa que renunciemos a España", ha aclarado superfluamente el secretario general, Rafael Luna, antes de añadir: "Yo no puedo entender un partido de fútbol de la selección catalana contra la selección española, ni de hockey, ni de ningún otro deporte".

Si, en estas condiciones, arañar electores a Convergència i Unió no va a resultar fácil, pescarlos en los caladeros menos catalanistas del PSC tampoco, porque el Partido Popular catalán lleva sobre sus hombros -y bien orgulloso que parece de ello- el pesado fardo del aznarato. Siendo así, cuando la indigesta ponencia política firmada por Francesc Ricomà denuncia "los intervencionismos ideológicos en el campo de la cultura, el deporte, la educación o, incluso, de los medios de comunicación", el más desmemoriado recuerda a Esperanza Aguirre, Pilar del Castillo y Alfredo Urdaci. Cuando, en la ponencia programática coordinada por Susanna Bouis, leemos que "el centrismo conlleva la moderación en actitudes, el respeto y la reflexión sobre los otros puntos de vista...", el más lerdo piensa: ¡claro, no hay más que oír a Aznar, a Zaplana y a Acebes! Y cuando el mismo texto afirma: "Nuestras propuestas son serias. Proponemos soluciones factibles que deben llevarse a la práctica mediante la buena gestión, la excelencia administrativa...", uno evoca el Prestige, a Álvarez-Cascos, a Trillo, y no puede por menos que asentir. En su discurso de aspirante a la presidencia, Piqué dijo que, para hacer del PPC "el partido de gobierno que Cataluña necesita", "la tarea apenas empieza". Y -me permito añadir- va para largo.

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